Es inútil volver sobre lo que ha sido y ya no es
Frederic Chopin

Fotografía: M. Fernández

La primera parte de este relato la podéis leer haciendo click aquí

Fue hace tres meses. No puedo atribuirme todo el mérito. En realidad, en el momento en que la lancé al cielo, el sol se sumergía ya en su acostumbrado baño de ocaso, y el apagado fulgor rojizo que desprendía al morir, se reflejó en mi obra, colmándola de matices que yo ni siquiera había podido imaginar. Me quedé asomado a la ventana de mi solitaria cabaña, paralizado, extasiado, henchidos los ojos de la belleza de lo que hacía pocos minutos era tan sólo una masa esponjosa y rebelde entre mis manos. Fue tan sólo un instante, por desgracia mi obra suprema surcó los cielos al atardecer, así que cuando el sol, indiferente a mi esfuerzo, le negó al cielo su luz, lo más maravilloso que jamás saliese de mis manos, se hizo invisible a mis ojos. El viento sur que sopló esa noche contribuyó a dispersar mi efímera obra maestra.

Seguí trabajando. Era mi obligación, pero el brío que hasta entonces animara mis manos, la fuerza que me movía a modelar sin descanso toda suerte de formas y de algodonosas abstracciones había desaparecido. Lo único que ocupaba mi alma y mi cabeza era la perfecta y caduca composición que lanzara al cielo ese mágico y maldito atardecer. Intenté repetirla, incluso obsesivamente, pero fue en vano, sólo formas anodinas y vulgares inundaban el día escapando de mis torpes manos, incapaces éstas de comprender cómo habían perdido su destreza.

Quince días después cedí por fin al cansancio y a la desesperación, moldeé un lecho entre las nubes que me han servido de materia prima todos estos años y tendiéndome en él, lloré. Lloré como el hombre que ha estado toda su vida persiguiendo una meta, y cuando de repente la alcanza, no era lo que él imaginara. Siempre pensé que el día que diese forma a mi mejor creación me sentiría completamente lleno y confortado. No ha sido así. Lo único que se me ha instalado en el pecho es un vacío desconsolado que sé que no seré capaz de llenar. El cielo, pues, no se merece mi decadencia.

Hace un mes, salí de mi cabaña y recorrí a la inversa el mismo camino que hiciera hace ya veinte años. Sobre mi cabeza, un telón añil sin la menor mancha me recordaba que no podía demorarme en cumplir mi misión.

Hace veinte días llegué a la ciudad. Después de veinte años sin el más mínimo contacto con seres humanos, volver a escuchar sus voces, a observar sus gestos, convertirme en espectador furtivo de sus cotidianos quehaceres ha sido desalentador. Uno no puede ser casi un Dios, y al día siguiente, pasar a pensar en la compra de cada día, y no añorar lo que ha sido. Sin embargo, encontré mi sustituto. Fue relativamente fácil. No me hicieron falta pruebas, no posee habilidades especiales, ni es un afamado artista. Simplemente me crucé con él en una esquina, se encontraron nuestros ojos y adiviné en él la misma pasión que me animaba a mí hace veinte años.

Hace tres días, abandoné, esta vez ya para siempre, mi olvidada y solitaria cabaña. Mi sustituto ha quedado trabajando, enfebrecido y feliz. No tengo más que levantar los ojos al cielo para comprobarlo. Es bueno, muy bueno. Llegará sin duda a ser mejor de lo que yo he sido. Cuando me alejaba montaña abajo, de la ventana de la cabaña surgió un castillo de nimbos, con las banderas a media asta, que interpreté como señal de homenaje y despedida. O tal vez solamente quise creerlo.

Hoy he vuelto a la casa de la que partí dejando la puerta abierta, aquel día en que se presentó ante mí Angel Cincel. No sabía bien qué es lo que debía decirte al tenerte enfrente. Cómo intentar que entendieses esta loca historia, o como conseguir que comprendieras por qué desaparecí de tu vida hace veinte años. Explicarte, tal vez, que no pasó ni un solo día en que bañado en mi mar de nubes no me doliese el alma de añoranza pensando en ti. No he sido capaz. Me he quedado inmóvil mirando por la ventana tu silueta al trasluz, me hubiese bastado llamar a la puerta para que mis ojos volviesen a ver tu cara, pero no he sido capaz. Simplemente me he alejado calle abajo, conservando tu rostro en mi memoria tal y como quiero conservarlo, teñido del rojo del crepúsculo, coronando un pedestal de cúmulos, tal y como se recortó contra el cielo cuando esculpí, hace ya tres meses, mi obra maestra.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos