Se van los días como nubes al pasar
adquieren formas traviesas y se van

GM

Tal vez seas una de esas personas que nunca miran al cielo. Puede que pases tus días aferrado al suelo, contando las baldosas, intentando sobrevivir, sin más. Puede que jamás hayas tenido tiempo de levantar los ojos y apreciar que allá arriba, sobre nuestras cabezas, suele haber nubes. Quizás nunca has notado que mientras nos empeñamos en pulular como hormigas, afanándonos inútilmente de aquí para allá, por encima de nosotros sobrevuelan dragones, brujas, perros, elefantes y un sin fin de formas más. O puede que sí, puede que, como yo, hayas admirado las increíbles siluetas que se dibujan todos los días ante nuestras, normalmente, indiferentes miradas.

Puede también que, al igual que yo hace tiempo, pienses que esas formas mágicas que se nos regalan, son sólo fruto de la casualidad, combinada con la imaginación de quien no tiene otra cosa que hacer, que adivinar figuras escondidas en las nubes. Sí, yo también era así hasta que conocí a Ángel Cincel.

Se presentó ante mí hace ya mucho tiempo, en un día claro, sin rastro de nubes; llamó a mi puerta con un golpe seco. Sonó como el disparo de salida en … No, en realidad, fue el disparo de salida en una carrera enloquecida que cambiaría mi vida para siempre. Al abrir la puerta me encontré con un hombre de baja estatura, de unos cincuenta años, sus ojos claros, de un añil intenso, me atraparon de inmediato. Hay un trabajo para ti  -me dijo con una seguridad en la voz que no admitía réplica-. Ya tengo un trabajo -me atreví a balbucear al tiempo que intentaba cerrar la puerta-. Él interpuso la mano, esbozó una leve sonrisa y me miró directamente a los ojos. Su mirada se metió dentro de mí y me habló en un solo segundo de tantas cosas que no bastarían treinta millones de palabras para describirlas. No puedo obligarte -dijo- pero si eres como creo que eres, harás lo que tienes que hacer. Ahora me iré, puedes seguirme u olvidar mi visita y seguir viviendo tu vida.

Puedes creer que estoy loco, pero lo hice. Recuerdo que incluso dejé la puerta de casa abierta. No miré atrás y, sin embargo, aún duele recordar todo lo que dejé, en aquel momento, sólo por seguir a un perfecto desconocido que no había hecho otra cosa que posar su mirada en mí, durante unos interminables segundos.

Le seguí durante aquella jornada sin pronunciar palabra, y durante otra jornada más, sin dormir, sin parar a comer, pero en ningún momento sentí hambre ni vino a visitarme el sueño. Le seguí sin hacer preguntas durante un mes. El nunca volvió la mirada para comprobar si yo estaba allí, sin duda estaba seguro. Le seguí por el día, bajo la mirada atenta de un sol de justicia, y por la noche, vigilados por una luna curiosa e indiscreta. Porque has de saber que, en todo este tiempo, ni una sola nube ocultó a la luna ni entorpeció al sol. Al marcharse la luna de la última noche, después de siete jornadas atravesando una cordillera interminable, llegamos a nuestro destino. Por primera vez en todo el viaje, giró su cabeza y me sonrió.  -Hemos llegado- dijo, y señaló una cabaña destartalada coronando una pequeña cima. En sus ojos se leía orgullo y, a la vez, una extraña tristeza.

Pasa. Tenemos trabajo. -dijo-

Abrió la puerta de la pequeña cabaña mientras me invitaba a entrar. Crucé con precaución el umbral. No puedo explicar cómo, pero la cabaña era infinitamente más grande por dentro que por fuera. De hecho, no alcanzaba a distinguir donde las paredes actuaban como frontera con el exterior. Dentro, apenas iluminado, un mar de nubes.

Vamos. - afirmó- He estado demasiado tiempo fuera.
Se dirigió hacía la masa algodonosa que parecía esperarle ansiosa, sólo con sus manos, desgajó una gran porción y comenzó a moldearla. Ante mis ojos asombrados, la acarició, danzando con ella un baile frenético de extraña belleza. Cuando terminó de amasarla, de lo que era, al principio, una pasta informe, emergía ante mí un dragón de tres cabezas. Él lo miró, con el orgullo de un padre antes de mandar a su hijo por vez primera al colegio, luego, abriendo una ventana, lanzó su obra con fuerza hacía el cielo. La vimos alejarse, yo, con los ojos hastiados de admiración, él parecía nervioso como el artista que expone por vez primera. Después cerró la ventana. Y volvió al trabajo. De la pasión de sus manos contemplé nacer monstruos, princesas, rostros, animales imposibles, barcos, trenes… Todos ellos nacían para ser lanzados al cielo azul y preñarlo de belleza. Poco a poco, me fue dejando participar, sin perderme de vista, corrigiéndome cuando erraba, aconsejándome, guiando mi mano a través de la masa etérea que era nuestra materia prima para fabricar arte. Nuestro arte.
Cuando él pensó que yo estaba preparado se despidió.

Mi tiempo ha acabado -dijo- Hace mucho ya que esculpí mi mejor obra y la pasión por crear me está abandonando día a día. El cielo no se merece mi decadencia. Ahora estás tú, y yo, por fin, puedo irme tranquilo.

Me abandonó igual que había aparecido en mi vida, de repente. De eso hace ya diez años.

Ahora yo soy el encargado de colmar el cielo de belleza y me encanta mi oficio. No he hecho aún mi mejor obra, pero siento que el momento se acerca. Cuando llegue, tal vez tendré que salir de viaje, y encontrar a alguien que continúe la obra porque el cielo no se merece mi decadencia. Quién sabe. Podrías ser tú.
Mientras tanto, sigue jugando a imaginar formas en las nubes…
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Sin yo saberlo mientras estaba absorto forjando nubes para adornar el cielo, mis mejores obras estaban siendo inmortalizadas con mano maestra. Una pintora de cuadros escondidos ;) de nombre Elen las capturaba y las llevaba a Los mundos Paralelos. Merece la pena ver sus nubes. Si. Son suyas. Las capturo. Suyas son mis nubes y mi admiración.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos