El día en que murió Marta la lluvia bailaba claqué en la ventana, el viento silbaba sollozos inservibles y la úlcera de mi estómago, que mordía de nuevo como un perro desdentado, me regalaba un dolor intenso pero soportable. Bien pensado,  ahora, una vez que el tiempo ha vestido desde entonces innumerables colecciones primavera-verano y otoño-invierno, todas las señales de aquel día parecían anunciar desgracias. Yo, por supuesto, no supe verlo hasta que fue tarde. Marta tampoco.

 

Ella se levantó, como todos los días, con el primer toque del despertador, incapaz, la pobre, de no hacerle caso. Marta era inútil para la desobediencia. Por eso no llegué nunca a averiguar qué notas sucedían  al agudo do sostenido, que fundaba la enlatada melodía que se escondía en las tripas de aquella mierda de despertador que nos regaló mi primo Pancho el día de nuestra boda.  Ella, como siempre, dejó colgado en el aire a aquel pobre do inaugural esperando en vano a sus compañeros, y se bajó a la cocina a preparar el desayuno. En el hueco tibio que dejó su cuerpo en la cama, olvidó, como todas las mañanas, su colección completa de frustraciones y reproches de mujer insatisfecha que, de manera amable, me había dedicado la noche anterior. Siempre era del mismo modo, los dejaba allí, a mi lado, donde pudieran hacerme daño un rato más hasta que me levantase, mientras ella se bajaba a exprimir naranjas, cantando y trinando feliz como si fuese la puta Mary Poppins. Jamás he conocido a nadie que tuviese tan buen despertar y tan mal acostar. Yo era, y soy, más homogéneo: me acostaba mal y me despertaba peor.

 

Hice de tripas corazón y, siguiendo el ineludible ritual diseñado por Marta, me levanté a despertar a los niños. Primero, encender la luz; segundo, acercarme a sus camas perfectamente hechas; tercero, darles un beso y, por último, empezar a dar palmadas hasta que los dos se incorporasen suplicando un ratito más que, de forma invariable, les debía ser negado. Mary Poppins proseguía con sus graznidos en la cocina y la lluvia redoblaba su entusiasmo contra el cristal de las ventanas.

 

Luego me encerré en el baño para buscar en el espejo nuevas arrugas. Las encontré. Hacía un mes que había instaurado esa nueva ceremonia en mi vida. Aquella mañana recuerdo que inventarié tres novedades: dos pequeñas patas de gallo en el ojo izquierdo de mi reflejo y otra, más remarcada, en la comisura de los labios. Las clasifiqué en mi cabeza para poder apreciar sin confusiones las novedades del día siguiente.

 

─¡Cariño! ¿Bajas a desayunar? Te estamos esperando.

 

La voz dulzona de Marta, la que sólo usaba en presencia de los niños, partió impetuosa desde la cocina, subió las escaleras, buscó la rendija inferior de la puerta del baño, se coló por ella y consiguió llegar a mis oídos, convertida ya en un débil pero eficaz rumor.

 

─Sí, cariño. Ya bajo.

 

¡Cariño! Yo había comprendido hacía ya tiempo que nuestro amor, si alguna vez existió, murió el día en que dejamos de ser Marta y Gonzalo para pasar a ser cariño, cielo, mi vida y mi amor. Aún hoy no sé por qué le damos tanta importancia al nombre de una persona si al final casi todos acabamos siendo papá, mamá, cariño, cielo o, peor aún, como en el trabajo: el pobrecito Quesada.

 

Cuando llegué a la cocina, aún me estaba esperando. En la mesa aparecían dispuestos los tres tazones de leche, con sus correspondientes vasos repletos de zumo, y el yogurt con cereales para la pequeña; ella, recuerdo, nunca tomaba leche. Todo ello sobrevolado por el olor a naranja, café recién hecho y crujiente pan tostado. Una hogareña delicia matinal, la dicha convertida en familia al borde de un orgasmo de inenarrable felicidad. Sólo faltaba yo. Me senté en la cabecera, enfrente de Marta, intentando adivinar en sus ojos restos de las lágrimas de la noche anterior. El sueño había borrado cualquier huella.

 

─Alfredito, hijo. Pásale la mantequilla a papá.

 

Marta, una vez más, había untado su voz de miel para hablar a Alfredito. Esperé, como siempre, tres segundos. Luego alargué el brazo y cogí la mantequilla de la mesa.

 

─Gracias, Alfredo. ─dije.

─Muy bien, hijo. Así me gusta. ─Marta alargó su mano, al tiempo que hablaba, para acariciar el pelo del pequeño─ Hoy deberías lavarte la cabeza, cielo; tienes el pelo grasiento.

 

En aquel momento no pude reprimir una sonrisa irónica y resignada. Supongo que todo en la vida tiene un límite; supongo que el dolor de la úlcera me había mermado la paciencia y mis tres nuevas arrugas, amables, le habían echado una mano; supongo que estaba harto de los reproches nocturnos y de las forzadas sonrisas matinales, de ritos absurdos y  de mentiras piadosas. Aún ahora, años más tarde, después de repasada una y otra vez la escena en mi cabeza, no he logrado explicarme por qué fue justo ese día y no otro, y le echo la culpa a la úlcera, a las arrugas, al olor del desayuno y a la lluvia repicando en los cristales, cuando, en realidad, desde el quince de febrero de hacía dos años había llovido ya innumerables veces. Lo repaso todo. Lo repaso una y otra vez, y no llego a conclusión alguna.

 

─¿Qué pasa, cariño? ¿Te parece mal que le diga al niño que tiene la cabeza sucia?

           

            Empecé a hablar despacio, casi en un susurro, pero poco a poco fui levantando la voz hasta que llegó a dolerme la garganta, arañada por un grito de rabia, hasta entonces soterrada.

 

─Me parece mal que les toques la cabeza, Marta. Me parece mal que les untes el pan, que les calientes la leche y que les pongas mermelada. Me parece mal que les hagas el zumo; me parece mal que les prepares el almuerzo y que les lleves a la parada del autobús, Marta…

─¡Cariño!, los niños te están oyendo─. Marta, entre horrorizada y desconcertada, buscaba en vano algo de apoyo en los ojos de nuestros hijos.

─¡Los niños ostias, Marta!

 

Sigo sin saber por qué lo hice, y aún no me lo he perdonado, pero acompañé mi grito con dos manotazos inesperados, a izquierda y derecha, que atravesaron inútiles el aire que ocupaba el sitio reservado en la mesa a los niños; allí donde deberían haber estado sus cuerpos, sanos y menudos, si nuestra vida hubiese seguido una autopista perfecta y no el improvisado y polvoriento camino que se abrió a nuestro paso el quince de febrero, en el kilómetro ciento cincuenta y tres de la nacional trescientos uno, hacía ya dos años.

 

 Ella subió corriendo las escaleras, deshecha en gritos. Me pareció que entraba al cuarto de los chicos y se tumbaba a llorar encima de la cama, perfectamente hecha, de Alfredo. Cinco minutos después oí cerrarse la puerta del baño, y ya no volví a verla con vida.

 

            Yo me quede solo, al fin completamente solo, en la cabecera de la mesa de la cocina. El crujir del deslizar del cuchillo al extender la mantequilla en la tostada se mezcló con el monótono baile de la lluvia sobre el cristal de la ventana.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos