Siempre hay un poco de locura en el amor, pero siempre hay un poco de razón en la locura.
Friedricht Nietzsche

- La luna es un agujero por el que se va a otro mundo de luz, distinto y mejor a este tuyo tan oscuro y frío.

Ella solía decirme esto, en las noches en que la luna desplegaba toda su oronda belleza, asomada a la ventana de nuestro pequeño piso, fijos sus ojos pardos en el cielo de nuestra vieja ciudad.

- Yo soy de allí y algún día te llevaré. Estoy deseando volver.-decía haciéndome gestos para que fuese a su lado a la ventana.- Cuando estés preparado.

Por aquel entonces yo era incapaz de resistirme a su llamada, a sus gestos de niña pequeña, asustadiza y traviesa a la vez, y a su invitación a jugar.
- Ya. ¿Y las estrellas que son? -contestaba yo, sacando a pasear mi tono más burlón de incrédulo empedernido.

- Pues lo mismo, tonto. Pero por una estrella tú no cabrías.- Luego me sacaba la lengua, con gesto de fastidio, y se hacía la enfadada, pero no era más que una invitación a la reconquista, que yo iniciaba inmediatamente hasta doblegar sus defensas de niña contrariada y hacerme dueño y señor de su sonrisa (su eterna sonrisa).

Yo no sé si ella era de verdad de un mundo de luz, pero puedo afirmar que desde el día en que apareció en mi vida, no quedaron rincones sin iluminar, ni resquicios de penumbra. La amé casi desde que la vi, y aún soy incapaz de comprender como ella pudo elegirme a mi, pero lo hizo, y no puedo explicar lo que me hacía sentir. Si un hombre nacido ciego, abriese los ojos y descubriese de pronto todas las formas y los colores del mundo, desplegándose alrededor suyo, supongo que se sentiría como me sentí yo al conocerla, maravillado pero también asustado, incrédulo y feliz ante el milagro.

La noche en que ella despegó, me recibió desnuda cuando llegué a casa. Sonreí, imaginando todo lo que el recibimiento prometía. Pero ella no sonreía, me miraba seria con sus enormes ojos color de tierra mojada, y yo me sentía incapaz de aguantar su mirada.
- Ya estás preparado -me dijo- Ha de ser hoy. Desnúdate y sígueme. Tiene que ser hoy, antes de que todo se estropee.
Pensaréis que estaba loco, pero la seguí. Me desnudé y la seguí, escaleras arriba en dirección a la azotea del antiguo edificio en que vivíamos. De habernos sorprendido algún vecino sin duda hubiera llamado a la policía, pero afortunadamente era ya tarde y todos dormían.
Cuando llegamos arriba la pregunté divertido -¿por qué desnudos?- sin poder aguantar la risa. Ella no se unió a mi, más bien al contrario me hizo un gesto de reproche -Allí no se puede viajar con ropa, podría engancharse en la punta de alguna estrella-.
Me dio la mano y se subió a la barandilla de piedra que coronaba la azotea.
- No hagas locuras- comencé a protestar, tirando suavemente de su brazo.
- ¿Locuras? -me dijo- Pensé que me amabas, que confiabas en mí, que estabas preparado.
- Te amo más que a nada en el mundo. - y no mentía -
- Entonces, sube aquí conmigo, yo no puedo hacerlo sola. Será maravilloso, verás.
Y en ese momento supe que iría con ella a cualquier parte que ella fuese.
La luna nos esperaba. El viento ayudó, alejando un pequeño grupo de nubes que amenazaban con ocultar nuestro objetivo.
- AHORA.  gritó ella, y saltó y vi recortarse su cuerpo (que tantas noches había sido mio), moreno y desnudo, contra la redonda puerta que nos daría paso a su mundo, su maravilloso mundo, luminoso y mejor.
Cuando ella gritó y saltó, me falto el valor, quise hacerlo, lo juro, pero mis pies se negaron a obedecerme. Me quedé en la azotea, alucinado, contemplando como ella iniciaba su vuelo. Sin mí.
Entonces, transcurrido apenas un interminable segundo desde que sus pies abandonaron la precaria seguridad de la barandilla para emprender su mágico viaje, comenzó a caer y os puedo asegurar que todo el tiempo que duro la caída, hasta que la perdí de vista, me estuvo mirando directamente a los ojos con sus pupilas negras reflejando la luna llena. Y os juro que, aunque cada segundo de mi vida repaso esa imagen en mi mente, no he conseguido ver en su mirada el más mínimo reproche. Solo un infinito amor.

Días más tarde los doctores que me atendieron me hablaron de su historial médico, de sus múltiples ingresos, de sus “delirios”, los llamaban ellos, de su patología. Podían hablar horas y horas, no importaba. Yo sabía que si en ese último segundo no la hubiese fallado, si hubiese saltado junto a ella, su vuelo no se hubiese interrumpido, hubiésemos entrado por la luna y ahora estaríamos juntos, por siempre, en su maravilloso mundo de luz. Y así, tal vez, yo ya no estaría aquí, solo, en la penumbra.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos