Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos.
Martín Luther King

Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena.
Mahatma Ghandi

La verdad viaja a pie
Ramón Toca

El primer cadáver apareció hace cinco días a las seis de la mañana. Coincidió con las nevadas más fuertes de todo el invierno que, como hace veinte años, dejaron al pueblo totalmente aislado. Todos los indicios apuntaban a un suicidio, y sólo la insistencia de la viuda del finado, relatando el magnífico estado de ánimo de su marido en los últimos tiempos, podía inducir a pensar en otra cosa que no fuese que aquel desgraciado se había quitado de en medio, utilizando la poco original manera de colgarse de un viga. Jacinto Vergel, juez de paz titular del pequeño pueblo de doscientos habitantes, lo constató así cuando procedió a levantar el cadáver, aunque sus pensamientos sobre la poca imaginación de la gente a la hora de mandarlo todo al carajo se los guardó para sí mismo. Este penoso suceso no hubiera supuesto nada más que un triste acontecimiento en la leyenda negra del pueblo, si Vergel, en el momento de recibir aviso anunciándole la aparición de un segundo cadáver, no hubiese advertido un diminuto número uno dibujado con bolígrafo azul en la muñeca izquierda del ahorcado.

A lo largo de aquel día el viejo juez acabó hastiado de acudir a levantar cadáveres, todos ellos denotaban clarísimos indicios que hacían pensar en el suicidio, y no había más conexión entre ellos que el hecho de presentar en la muñeca, izquierda o derecha según el difunto fuese diestro o zurdo, una cifra numérica que se iba incrementando con cada muerte.

El alcalde del pequeño pueblo resultó de gran ayuda para Vergel ante la avalancha de trabajo, y su labor fue ímproba, hasta que apareció en los servicios del ayuntamiento con las venas cortadas y con un ochenta y nueve claramente escrito por encima del tajo, aunque prácticamente tapado por la abundante sangre. En la muñeca de la esposa de Vergel se pudo leer un noventa y nueve. Esto fue demasiado para el anciano juez, al que encontramos con un disparo en la sien y el, no por esperado menos estremecedor, número cien profanando la ajada y curtida piel de su muñeca. Recuerdo que pensé que era un extraño honor.
Después de la muerte del juez y del alcalde, me correspondió a mí como secretario del ayuntamiento y ante la ausencia de otras autoridades hacerme cargo de la espantosa situación. Resolví que los que aún permanecíamos con vida, debíamos juntarnos en algún edificio espacioso para así poder vigilarnos los unos a los otros. La fría y vieja iglesia ha sido el lugar elegido. De los cien supervivientes que aún quedábamos cuando Vergel decidió abrirse un respiradero en la cabeza solo han aparecido cinco. En algún lugar alguno de mis vecinos yace ahora con el número ciento noventa y cinco escrito en su cuerpo. Nuestra lóbrega iglesia permanece en un silencio casi espectral, la bóveda de piedra devuelve el eco de ese angustioso silencio, roto únicamente por el monótono golpeteo de la eterna gotera que el difunto párroco (número treinta y siete, creo recordar) no llegó nunca a reparar aunque las colectas de cada domingo estuviesen siempre dedicadas a su arreglo.
Los cinco aún permanecemos a la espera, aunque ellos aún no sepan a la espera de qué. Están arrodillados en los bancos, rezando sin duda. Es inútil, ella no nos perdonará. Ella era tenaz y siempre terminaba lo que empezaba. Si hace veinte años hubiéramos hablado, ella no nos estaría haciendo esto, pero ellos eran demasiado importantes y, al fin y al cabo, ella ya estaba muerta. Todo el pueblo calló. Todos callamos.

Ha desaparecido uno de ellos. No voy a buscarle. Probablemente esté a los pies del campanario. El ciento noventa y seis sin duda. No me importa lo que les pase a los otros tres. Sé que voy a ser el número doscientos, igual que sé a que se debe este extraño honor. Ella quiere que se sepa, por eso hace un rato me impulsó a empezar a escribir, y por eso, irremediablemente, cuando termine de relatar este horror me impulsará a trazar el número doscientos en mi piel. Espero que me deje elegir a mí la forma de hacerlo, aunque dudo que me conceda ese privilegio. De hecho, hace ya un rato que escucho dentro de mi cabeza su voz, amenazadora y susurrante, y a medida que escribo empiezo a notar que mi mano ya no es mi mano sino la suya…

He esperado veinte largos años, hasta que la nieve ha aislado este pueblo de cobardes, igual que entonces. Yo no pude recibir ayuda del exterior. Ellos tampoco. Doscientos.

Extraído del periódico (Crónica de Cantabria) 11 de Febrero de 2005

El más espantoso horror esperaba a los operarios de las máquinas quitanieves que hoy por la mañana, a primera hora, consiguieron por fin despejar la carretera de acceso al pequeño pueblo de Sel de Prados, en Cantabria. Los trabajadores encontraron muertos a todos los habitantes del pueblo, víctimas de un macabro y escalonado suicidio colectivo.
Aún se investigan las causas que desencadenaron este desgraciado suceso que tiene a toda la opinión pública conmocionada.

Extraído del periódico Crónica de Cantabria 17 de Febrero de 1985.

Juana Candil, vecina de la localidad cántabra de Sel de Prados, apareció muerta hace cuatro días en su domicilio. Este rotativo no tuvo noticia del hecho hasta ayer mismo, debido al fortísimo temporal de nieve que ha mantenido incomunicado al pueblo. Asimismo se ha encontrado en casa de la difunta una nota de suicidio, en la que la finada acusa a varios habitantes masculinos de la localidad de haberla golpeado y violado la noche del 6 de febrero, primer día del aislamiento. Según un portavoz de la guardia civil, ninguna de las acusaciones ha podido ser probada, ni se ha encontrado ningún testimonio en el pueblo que pueda corroborarlas, más bien por el contrario, todas las declaraciones de los vecinos apuntan a un claro estado de perturbación de Juana Candil.

Extraído del periódico (Crónica de Cantabria) 12 de Febrero de 2005

Continúan las investigaciones sobre los extraños hechos acaecidos en la localidad cántabra de Sel de Prados. Noticias recientes apuntan a la posible culpabilidad del secretario del ayuntamiento, último de los habitantes del pueblo en morir y que apareció en la iglesia parroquial con el número doscientos en su muñeca izquierda. Según fuentes de la guardia civil al lado de su cadáver fue hallada una carta manuscrita que aporta algo de luz a los misteriosos hechos, aunque no haya trascendido su contenido. Asimismo, al parecer, antes de quitarse la vida escribió en la pared del altar mayor, con su propia sangre la leyenda: “Ahora. Sin mentiras ni silencios, la verdad”.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos