… Tuvimos tantas ocasiones, perdiéndolas…
La estación de los amores(Franco Battiatto)
 

Se iluminó todo el espacio cuando ella, tímidamente, abrió la puerta que daba acceso al vagón, si bien es cierto que sólo yo parecí advertirlo. El resto de viajeros, sin excepción, siguieron enfrascados en sus propios pensamientos, el gesto serio y adusto, escrutando el suelo algunos, tratando de adivinar algún paisaje tras los sucios cristales los otros. Di gracias mil veces en mi interior por el hecho de que el único asiento libre fuese el contiguo al que yo ocupaba. Me levanté apresuradamente para dejarla pasar. Ella me miró directamente a los ojos y me susurro “gracias” -parecía que le daba miedo alzar más la voz y romper el silencio tenso y dominante del resto del pasaje-.
Juro que cuando me miró a los ojos dejó de existir todo lo demás y casi puedo asegurar que a ella le sucedió otro tanto. Se borraron los rostros serios, las caras tristes, las miradas furtivas y aceradas; en definitiva, desapareció el miedo, el terrible y frío miedo que impregnaba aquel vagón desde el primero hasta el último asiento. Entre susurros nos presentamos y fuimos abriéndonos el uno al otro, usando las pequeñas y viejas fórmulas que un hombre y una mujer han usado desde siempre. Nunca conocí en mi vida una mujer tan maravillosa y supe, con total certeza, que deseaba pasar a su lado todo lo que nos deparase aquel incierto viaje. Pese a las miradas de reprobación de los viajeros de los asientos de enfrente -un anciano esquelético, aburrido y gris y una señora ya mayor que nos miraba fijamente ladeando la cabeza- no dejamos de hablarnos el uno al otro en ningún momento, en voz muy baja, eso sí, e incluso disimulando cuando el rígido revisor pasaba a nuestro lado y nos regañaba con la mirada, tal vez por romper la paz de su rebaño. Cuando se acercó a nosotros, ambos sacamos del bolsillo nuestros billetes y él los inspeccionó, para luego taladrarlos con cara de hastío -recuerdo que pensé que aquel hombre necesitaba urgentemente unas vacaciones.
- La suya es la siguiente parada -le dijo a ella- No conviene que se despiste charlando.

Al oír esas palabras sentí (¿Cuánto hacía de aquello?), como si me disparasen en la boca del estómago. Ella debió darse cuenta.
- ¿La siguiente no es tu parada, verdad? Me preguntó, la mirada llena de resignación y pena, conocida de antemano la respuesta.
- No. No lo es -dije- Ojalá lo fuese. Hasta conocerte no me había importado.
- Puede que no sea tarde. Me dijo mientras el tren aminoraba la velocidad, presagio inequívoco y cruel de que se acercaba la próxima estación.
- Debería haberlo pensado antes de sacar el billete en ventanilla -cortó tajante el revisor que no había perdido detalle de la conversación- Ahora ya es tarde.(Me pareció apreciar un sonrisilla sádica en sus ojos de viejo amargado)
El tren se detuvo, el chirrido de sus frenos coincidió con el grito de mi alma que nadie oyó.
La puerta de acceso al andén se abrió de par en par y una nube de vapor, acompañada de un rayo de luz, inundó el vagón.
Ella se fue, atravesó esa nube, junto con la mitad de los pasajeros. Intenté seguirla pero el revisor, firme e inflexible, me lo impidió. Así la perdí de vista para siempre.
Cuando el tren reanudó su marcha, yo, apoyado en el cristal de la ventanilla, con los ojos húmedos y muertos, me di cuenta de la ácida ironía de haber conocido a la mujer de mi vida cuando ésta ya se había acabado; y pensé que fuese cual fuese el infierno que me esperaba en la próxima estación, no podía haber ninguna condena peor que saber que había perdido la oportunidad de pasar el resto de la eternidad a su lado; y me sentí mucho más muerto aún, que cuando conocí por primera vez la sensación de recibir un disparo en la boca del estómago.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos