Esta historia no empieza aquí, sino hace tiempo en una estación de metro
…..Empezamos por curarnos las heridas el uno al otro. Las suyas eran recientes y aún sangraban. Sobre todo cuando algún recuerdo inoportuno se colaba de polizón en el barco de su memoria. Entonces ella era un naufragio y yo me dedicaba a rescatar sus restos, y a devolverla al mar. En aquella época ella era como un puzzle que yo construía pacientemente, pieza a pieza, sólo para ver como se deshacía ante mis ojos, por un detalle, un brillo o, quizás, una canción. Ella no me quería entonces. Lo sé perfectamente, pero necesitaba un bastón. Y yo nunca dejé que tropezara.

Mis heridas eran viejas, pero aún dolían con el frío extremo o con los cambios de tiempo. Mis heridas eran cicatrices ya hacía tiempo, pero a veces aún palpitaban. Entonces ella me abrazaba y apretaba fuerte, muy fuerte, hasta que mi dolor era también su dolor. Lo hacía suyo y así era menos mío y más de nadie. Me extirpaba el dolor sin más instrumental que sus caricias, y algún beso. Yo no recuerdo si la quería entonces, pero sí sé que necesitaba encontrar un camino. Y ella nunca dejó que me perdiera.

Poco a poco, los dos volvimos a sentirnos vivos. Nunca completos, nunca del todo. Los perros apaleados nunca vuelven a recuperar del todo la confianza. Pero, poco a poco, el juego cambió de reglas, y, sin darnos cuenta, dejamos de lamernos las llagas mutuamente, para empezar a inventar motivos para la sonrisa, y pronto nosotros fuimos suficiente motivo. Las miradas también cambiaron. Sus ojos pasaron de decir “Te necesito” a insinuar “Te quiero”, gradualmente, como cambia el invierno a primavera, en pequeños detalles, en ligeros deshielos. Llegó un día en que sus ojos no dejaban ya rastro de dudas. Para entonces, los míos eran un ejército rindiendo sus armas, y ella, vencedora, las recibía. Ella no me pidió promesas y yo no quise juramentos. A estas alturas los dos sabíamos ya que una palabra es un papel mojado.

A veces ahora, cuando salgo a la calle y me enfrento a la prisa, o me asalta el absurdo cotidiano, o cuando miró a los rostros de los otros y me responde el vacío, cuando paseo irresponsable por el borde del abismo, o cuando mi razón es más razón que nunca y no me da razón que me convenza de que estar aquí vale la pena; entonces vuelvo a casa y siempre está ella, y me extirpa el dolor con un abrazo, y a veces yo, por la noche, la regalo algún poema.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos