Abrió los ojos lentamente. Los párpados se alzaron, pesados como yunques. La visión tardó en acomodarse nuevamente en sus pupilas. Cuando volvió, él deseó que no lo hubiese hecho. Cincuenta pisos más abajo apenas se podía distinguir el duro suelo, y sobre éste coches y gentes en un loco deambular nocturno. Cincuenta pisos más abajo la muerte se perfilaba en el asfalto. En un río de asfalto habitado por luciérnagas homicidas, recorriendo el cauce negro, sin cesar, arriba y abajo.
Gritó por la sorpresa. Gritó porque regresaba de un plácido sueño y despertaba en una pesadilla. Gritó y su grito no sirvió para nada, salvo para espantar a las palomas que hasta ese instante dormitaban en la cornisa cercana. Luego sintió el frío y la lluvia. Estaba calado hasta los huesos. ¿Cuánto tiempo llevaba allí colgado? Porque esa era la palabra exacta, estaba colgado, suspendido en el vacío, únicamente sujeto por una fina cuerda amarrada a… Volvió a gritar. Esta vez mucho más fuerte aún que la primera. La primera vez el grito fue hijo de la sorpresa y el vértigo, esta segunda vez lo que desgarró su garganta fue el puro terror a lo sobrenatural. Ese miedo que llevamos todos dentro y que a veces estalla como una oscura pompa de jabón. El miedo que fue compañero de nuestras noches en blanco, preguntándonos que es lo que había debajo de la cama. ¿Lo recordáis? El miedo del que nos reímos y al que despreciamos cuando crecemos. El miedo que nos la tiene guardada y que siempre espera, agazapado, para volver a darnos un susto, y reírse de nosotros. El miedo se parte de risa cuando, ya adultos, hombrecitos hechos y derechos, nos da un susto de muerte y nos volvemos a orinar encima. Como Alberto aquella noche.
La cuerda que era su único punto de unión con la vida, pasaba por encima del lomo de una bestia fantástica que asomaba su cuerpo al vacío, y abría unas fauces feroces capaces de desgarrar fácilmente la cabeza de Alberto. Los ojos huecos de la bestia miraban sin ver y el atronador grito del humano que era su presa, no hizo ninguna mella en sus orejas puntiagudas. De piedra.
- Una gárgola.

El grito cesó, pero no el miedo. Éste sería ya su camarada fiel para lo que quedaba de noche, pero tuvo la consideración necesaria para apartarse un poco y dejar paso al asombro.

- ¿Quién demonios? -Se atrevió a balbucear.

-No es correcto, Alberto. No es un demonio. Es una gárgola. ¡Vamos! Las has visto mil veces. Tal vez no te hayas fijado, pero ésta, en concreto, la has visto un millón de veces. ¡Sueles fijarte tan poco en los que te rodean!

Alberto entornó los ojos. Sujeto, como él, al otro extremo de la cuerda que le mantenía con vida había un hombre. La silueta de los dos hombres, colgando en el vacío, unidos por la cuerda sobre el lomo de la gárgola, conformaba una figura fantasmal. Una especie de balanza humana.
Alberto no conseguía reconocer aquella cara. La oscuridad y la lluvia no ayudaban en absoluto.
-¿Quién eres? ¿Qué hacemos aquí?  gritó Alberto con un tono de exigencia en la voz, al que, normalmente, sus empleados no solían oponer resistencia. Se dio cuenta rápidamente de que aquel desconocido no sería tan fácil de impresionar como un empleado asustadizo. El desconocido volvió la cabeza despacio, y luego, con toda la calma del mundo, le sonrió.
- Vamos por partes  -dijo- Lo primero de todo es saber dónde es aquí. Puede que al fin hayas reconocido ya, la impresionante gárgola que está situada justo debajo de la ventana de tu bonito y caro despacho. Bien. Esto es el aquí.  -Volvió a sonreír, con una calma que a Alberto le hizo estremecerse y dar una sacudida a la cuerda.
- ¡Cuidado! Esto es frágil y no queremos que la cuerda se rompa antes de tiempo y nos prive de terminar esta entretenida conversación.

No le cupo duda de que estaba loco, y de que pretendía matarle. En segundos valoró alguna posibilidad de escapar de allí. No la encontró. Aquel demente lo había calculado perfectamente. Era imposible alcanzar la cornisa. La única oportunidad era trepar por la cuerda hasta alcanzar la parte superior de la gárgola, pero era imposible hacerlo con las manos atadas a la espalda. Aquel desquiciado lo había tenido todo en cuenta. Había llegado el momento de pedir socorro. Y lo hizo, con todas sus fuerzas, sin importarle desgarrar su garganta para hacerse oír.

-¡Mala idea! -Le reprendió el hombre.- Es lo malo de “dirigir” el mundo desde el despacho más alto de la ciudad. Los de abajo no te oyen. Claro que podría oírte el vigilante de seguridad del edificio. ¡Qué buena idea, Alberto! Lástima que el vigilante esté, ¿Cómo decirlo?, “literalmente” colgado.

Entonces Alberto comprendió porque le resultaba tan conocido aquel rostro.

- Deberías haberme reconocido antes, Alberto. Han sido veinte años dándote las buenas noches, invariablemente, todos los días laborables. También podríamos contar los festivos en que te has traído aquí a alguna amiguita, a enseñarle las vistas y otras cosas. Tendrías que haberme reconocido Alberto. Me has hecho enfadar.

Al decir esto agitó la cuerda, balanceándose en su extremo. El extremo que sujetaba a Alberto comenzó a moverse también.
-¡Quieto! ¡Por favor!- Ni una sola vez. Ni un solo día me has contestado. Ni una puta vez ALBERTO. ¡¡¡NI UNA PUTA VEZ!!!-¡Quieto por favor! ¡Por favor quieto!- ¡¡¡NI UNA PUTA VEZ!!! ¡DI MI NOMBRE!…¡DI MI NOMBRE! “No puedo, lo siento, no pue… ¡DI MI NOMBRE!¡CABRÓN!¡DI MI NOMBRE!

Alberto rompió a llorar, como un niño, como un niño que no está acostumbrado a que le regañen. Ese era Alberto. Poco a poco el balanceo se fue suavizando.

- Adrián. Me llamo Adrián.

- ¿Por qué me hace esto, Adrián?  -Alberto, que hacía rato que ya no era Alberto “ejecutivo agresivo” sino Albertito, niño llorón con pis en los pantalones, seguía sollozando.

Adrián cesó el balanceo. Alberto le vio fijar la mirada en el suelo, cincuenta pisos más abajo, o incluso más allá del suelo. Era imposible saber donde estaba esa mirada.

- Porque hace un mes decidí quitarme de en medio, Alberto. Cuando murió la única persona que aún me contagiaba ganas de vivir. Pero no es esto lo que te interesa a ti. La lluvia arreció y el hombre llamado Adrián tuvo que aumentar el volumen de su voz para hacerse oír. -Lo que te interesa a ti, Alberto, es que antes de borrarme de ésta mierda de mundo, he decidido convertirlo en un lugar mejor para todos. Y marcharme con lo que nunca he tenido: estilo. -Sonrió, pero su sonrisa era más una mueca. No había gran diferencia entre su rostro y el de la gárgola- Dejarte sin sentido ha sido fácil, y preparar todo esto también. El hecho de que pesemos más o menos lo mismo ha ayudado bastante. Debería haberlo hecho antes. -Se paró a pensar-Me ha gustado hacerlo.

- ¿Por qué yo?- ¿Es necesario seguir diciendo que sollozaba?-

- Porque durante veinte largos años te he visto pasar por encima de todo el mundo, sin importarte el daño. Veinte largos años de desprecios, de mirar a todos por encima del hombro. Porque eres el hombre con más cadáveres a tu espalda que he conocido nunca, Albertito.
- Yo nunca he matado a nadie. -Se atrevió a protestar-
- Eso es cierto. -Por primera vez desde que había empezado a hablar le miró a los ojos.- Pero yo no hablo de esos “cadáveres”. El último “muerto” que se puede anotar en tu cuenta trabajaba para ti. En el departamento de administración. Murió hace un mes, de tristeza, después de que la echaseis a patadas, sin importar que llevase toda una vida dedicada a esta mierda de empresa. Se fue apagando poco a poco, Albertito. Se me apagó poco a poco. Tú tendrás mejor suerte. Lo tuyo será rápido.

- Te puedo dar dinero. Mucho dinero. -Se arrepintió de haberlo dicho nada más cerrar la boca- La mirada del viejo vigilante de seguridad le hizo entender que no había hecho más que empeorar las cosas-

Por primera vez Alberto vio el machete en la mano derecha de Adrián, al tiempo que éste le levantaba. -Te vienes conmigo, Alberto- . Golpeó la cuerda con fuerza. El ruido de la hoja del machete al cortar la soga fue lo último que recordaría Alberto.

Dicen que cuando vas a morir, bueno, ya sabéis, lo de que pasa toda tu vida como una película por delante de tus ojos. Es verdad. Pasó. Yo la vi. Y también es verdad que cuando me llegue otra vez el momento de que proyecten mi vida, empezará desde el momento en que Adrián cortó la cuerda. Porque yo nací ese día. Nací en el momento en que abrí los ojos y vi caer a Adrián, mientras yo seguía sujeto aún a la gárgola. Nunca dependimos el uno del otro. Era, en efecto, la misma cuerda, pero cada extremo tenía nudos independientes. Adrián cortó sólo su extremo.

Cumplió su palabra. Se fue con estilo. Yo, de algún modo, me fui con él y, como consecuencia, el mundo que dejó atrás era, indudablemente, mejor.
Cuando me rescataron, seguían llamándome Don Alberto. Sólo yo sabía que Don Alberto yacía, muerto y desparramado, sobre el asfalto, al lado de Adrián.

Fotografía: M. Fernández
Osea, que la hizo él no que el de la foto sea M.Fernández

Me encantaría dedicar este post a todos los que han hecho o han intentado hacer comentarios en blogs de bitacoras.com desde ayer por la noche.
JOB era un hooligan comparado con vosotros
Besos y Abrazos

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos