…las ropas empapadas y el suelo por almohada, y lentamente amaneció.

Joan Bautista Humet.

La recuerdo desde muy niña.
Cuando ella tenía apenas cinco años trasladaron a su padre a la sucursal de mi ciudad del Banco del Norte, y se vinieron para acá, cargados de esperanza. Recuerdo perfectamente el día en que el camión de mudanzas estacionó justo enfrente de mí y empezaron a sacar todos sus muebles. Recuerdo la expectación de la gente del barrio, las cotillas de la pescadería asomándose curiosas, el de la vieja tienda de ultramarinos, haciendo ver como que no miraba pero mirando, y toda la expectación que despertaron. En aquellos tiempos el barrio apenas empezaba a crecer, y no era ni una sombra de lo que es ahora. Entonces era mejor. Nos conocíamos todos y, aún con los habituales problemas, éramos como una gran familia.
Ellos aparcaron detrás del camión. Ella bajó la última del coche, abrazada con fuerza a una muñeca, como si ésta pudiera protegerla de todo lo que la esperase en aquella nueva vida. Recuerdo que miró con miedo hacia todos lados, hasta que reparó en mí. Entonces sucedió algo mágico: me sonrió. Me sonrieron sus ojos y su boca, me sonrieron sus mejillas y su frente, me sonrieron sus coletas y su flequillo rebelde. Toda ella se convirtió en sonrisa… y yo, que nunca había visto algo más bello en mi vida, me enamoré perdidamente. Entonces fui incapaz de articular palabra, ni siquiera pude devolverla la sonrisa. Tan sólo me quedé inmóvil, mirándola embobado y sabiendo que ya nunca podría amar a nadie más que a ella.

No puedo contar a partir de aquel día el número de veces que me quedé, como aquella primera vez, contemplándola en silencio. Cuando salía del portal de la mano de su madre, cuando la mandaban a la tienda a comprar el pan, cuando jugaba en el parque con su hermano, dos años mayor que ella, o cuando se asomaba a la ventana, a esperar la llegada de su padre, que cada vez llegaba más tarde o que, a veces, ni llegaba. Ella sólo se fijó en mí el primer día. Sólo aquella vez conseguí llamar su atención. Supongo que al no responder a su sonrisa aquel primer día, pasé a ser para ella alguien insignificante. Sin embargo, yo no dejé nunca de amarla y de admirarla.
Vi como crecía, como fue cambiando de juegos, vi como en la cara de su madre se instaló una sombra de perenne tristeza, vi la vez que su padre salió de casa, por última vez, cuando ella contaba tan sólo once años.
Sí. La vi crecer, igual que vi crecer al barrio. Se abrieron nuevas tiendas, cerraron otras. El barrio dejó de ser la casa de aquella pequeña familia que éramos, para convertirse en una pequeña jungla donde la tristeza y la marginalidad campaban a sus anchas. La esperanza se mudó a otras zonas de la ciudad.
No podéis imaginar el dolor que me envolvió el corazón cuando ella se enamoró por primera vez. No. No fue de mí. Ella era la más guapa de toda la barriada, ¡cómo iba a fijarse en mí!. El elegido fue el más “gallito” del corral. No duró mucho. El la rompió el corazón. Luego vinieron otros. Les vi pasar a todos, mientras me devoraba la indignación de saber, que ninguno de aquellos idiotas, la amaba la décima parte de lo que la amaba yo.
Vi cuando a su hermano se lo llevaron detenido por aquel robo y la vi a ella abandonar, definitivamente, sus juegos de niña en el parque, para pasar a jugar a juegos más peligrosos. Su banco preferido estaba al lado de donde yo solía espiar su casa y aquel fue su santuario para empezar a rezar a dioses de humo y polvo. Empezó por pequeñas cosas, y al principio fue divertido. No era la única chica que lo hacía, de hecho, lo hacían casi todos los del barrio. Ya sabéis, por hacerse los mayores. Algunos pararon, ella nunca quiso parar.
De nada servía mi adusta mirada de reproche. Ella, como siempre, me ignoraba.
Nadie puede ni siquiera imaginar lo que he llorado, viendo como pasó de ser princesa, a ser un despojo que recorría la acera, suplicando a los que pasaban, “para hincarse fuego una vez más”*. Y yo nunca supe que hacer para ayudarla. ¿Su madre? Su madre se había convertido en una sombra inmóvil en la ventana, esperando un regreso que nunca sucedería, con el rostro devorado por unas ojeras que se habían apoderado de la vida, que alguna vez brilló en sus ojos.
Mi princesa murió en la calle, en su banco favorito, a mi lado. Una yonki más, muerta por sobredosis, en una ciudad en la que eso ya no era noticia.
Yo la vi morir. Vi como su cuerpo se quedó sin vida y como sus ojos, aquellos ojos a los que no supe devolver la sonrisa el primer día, se fueron quedando huecos. Casi tan huecos como los míos.
No pude hacer nada. No supe avisar a nadie. No pude mover mi cuerpo. Me quedé mirando como siempre, embobado, inútil, inmóvil, como una estatua. Al fin y al cabo es lo que soy, lo que siempre fui para ella, la vieja estatua del parque, a cuya sombra jugaba.
Van a construir en el parque. He oído decir que se desharán de mí. Probablemente me fundan. No me importa.

* “para hincarse fuego una vez más” está tomado de “CLARA” canción de Joan Bautista Humet.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos