Monigote estuvo tres días deambulando perdido por el suelo de la cocina, esquivando escobas y fregonas, huyendo aterrorizado de los pies de los niños que trotaban incansables, evitando ser aplastado por las patazas del perro de la familia.
Cualquiera en su situación hubiera, probablemente, renunciado a vivir en aquel extraño mundo de gigantes tridimensionales. Cualquier otro se hubiese derrumbado después de ver toda su vida tirada, literalmente, a la basura. Monigote, sin embargo, se repuso y, aunque sabía que jamás conseguiría borrar de su memoria el paraíso perdido, decidió sobrevivir y buscar un nuevo hogar.

El suelo de aquella cocina no era, definitivamente, un lugar seguro. Así que elevó al techo su pequeña cabeza de globo, apretó fuerte la raya que le servía como boca y se dispuso a salir de allí. Su primer plan consistió en abandonar el suelo para subir a la mesa. Desde allí tendría, sin duda, una mejor vista del nuevo mundo y podría aclarar sus ideas. La ascensión por el mantel hasta coronar la mesa le llevo dos días completos. En estos dos días tuvo numerosas veces la tentación de dejarse caer. Al fin y al cabo, nada cierto le esperaba en la cima, y son pocos los que escalan montañas sólo por el placer de escalarlas.

Cuando la primera luz del fluorescente de la cocina anunciaba el comienzo del tercer día, Monigote llegó a la cumbre. Allí, tumbado sobre el mantel de cuadros azules, descansó su pequeño cuerpo de la dura prueba superada. No había raya que no le doliese, y su redonda cabeza parecía a punto de estallar. Pero lo había conseguido y allí, a su alcance, estaba el premio: un nuevo paraíso que habitar. Olvidado del día anterior, con manchas de cacao en una esquina, pero absolutamente radiante y lleno de un colorido que Monigote jamás pensó que pudiera existir, estaba el dibujo más bello del mundo. Sorteando cajas de cereales y tazones de desayuno, Monigote avanzó por la mesa, todo lo rápido que se lo permitían sus pequeñas piernas.

Frondosos árboles de color verde; un sol sonriente, como el que él contemplara desde su antigua casa, pero de un amarillo intenso; un cielo de rayas azules sobrevolado por pájaros verdes; la casa, un pequeño palacio y, al pie de un árbol protector, un nuevo amigo al que acariciar. Monigote saltó sobre el papel, desbordado de esperanza y con toda la ilusión de la que es capaz un diminuto garabato. Lo consiguió. Se metió dentro del dibujo como si este hubiese sido dibujado para él, como si el sol, los pájaros, la casa, el árbol llevasen toda su vida esperándole. Y una vez dentro, la raya que le servía de boca curvó sus extremos hacia arriba, y así permaneció, hasta que un día… Pero esa ya es otra historia.

Dibujo: Beatriz M.

Para Seleka a la que prometí colorear el monigote. ;)

Lo escribió Gabi y lo guardó en La Increíble Historia de Monigote