La primera noche ella le dijo: ¡píntame esta noche!

Él la miro, la sonrió, salió de la cama y, aún desnudo, colocó un lienzo en el caballete y comenzó a pintar. Ella, desnuda, le observaba en silencio, regalándole a la almohada sus cabellos, sus ojos llenos de él, vencido y humillado el sueño.
Cuando él le dio la vuelta al caballete ella se incorporó. Las palabras tardaron en acudir a su boca, luchando por abrirse camino entre el mar de admiración que la pintura había provocado. ¡Es maravilloso! Dijo al fin, con la felicidad rociando sus ojos claros. No tuvo que decir nada más para que él lo entendiera todo. Se levantó y le beso. Interminablemente. De fondo, un cuadro bañado de azules, en el que se intuía una luna redonda, pintada con trazos claros y firmes, coronando e iluminando un mar preñado de espumas blancas.

Anoche ella le dijo: ¡píntame esta noche!

Él la miro un instante, luego bajo los ojos con una ligera mueca de fastidio, con el pijama puesto colocó un nuevo lienzo en el caballete. Ella desde la cama se dio la media vuelta y se quedó dormida, derrotada por el sueño.
Cuando despertó, ya de mañana, él dormía a su lado. Se levantó y observó, con las pupilas huecas de ilusión, un lienzo completamente blanco, esperando aletargado en la soledad total del caballete.
No le despertó. Hizo sus maletas sin apenas ruido, descolgó de la pared aquel primer cuadro que él la hiciera hace ya tantos años, y se marchó. Se volvió sólo una vez más para mirar al lienzo vacío, esperando ver aparecer una pincelada de color. Pero el lienzo la miró, con su aséptico blanco inmaculado, desafiando a sus recuerdos y afirmando que anoche, había sido la última noche.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos