El hombre parado enfrente del escaparate de la tienda de juguetes, se había detenido allí muchas veces.
La dependienta, desde detrás del mostrador, hacía siempre una leve inclinación de cabeza, a modo de tímido saludo, y esbozaba un amago de sonrisa que siempre interrumpía cuando los ojos del hombre, a través del cristal, se encontraban con los suyos. La mirada de aquel hombre no invitaba a la sonrisa.
De hecho, la dependienta, cuando al acabar la jornada laboral regresaba a su casa, mientras preparaba la cena, al tiempo que hablaba con su marido, solía decirle: “Hoy ha vuelto a visitarme el hombre con los ojos más tristes del mundo”. El marido la miraba durante un segundo, con fingida curiosidad, y, cuando ella reanudaba su parloteo, él volvía de nuevo a mirar la televisión.

“El hombre con los ojos más tristes del mundo” comenzó a hacer más frecuentes sus visitas al escaparate de la pequeña juguetería hasta convertirlas en rito. Invariablemente, cada mañana a las diez y a las doce en punto, y cada tarde, a las cinco y media y a las siete, aparecía su silueta tras el cristal, inmóvil, la cabeza agachada, las manos en los bolsillos de la raída gabardina y la apariencia de estar sosteniendo sobre sus hombros el peso del mundo. Al mismo tiempo, aquellos encuentros del hombre con su reflejo se fueron haciendo cada vez más prolongados. Al principio se quedaba allí, de pie, unos cinco minutos. Con el discurrir de los días se fueron alargando hasta llegar casi a las dos horas y, prácticamente, solaparse unas visitas con otras.

La dependienta no sabía que pensar. Incluso se lo había comentado al dueño de la tienda, en una de las escasas ocasiones en que la dignaba con su presencia. La respuesta fue que mientras se estuviese fuera del comercio, no se podía hacer nada y que menos mirar para fuera y más para dentro, que había toda una estantería de Barbies sin colocar.
A veces, la dependienta sentía miedo, pero algo en la infinita tristeza de los ojos de aquel hombre le decía que no tenía nada que temer.

Una tarde, por fin, abandonó su refugio detrás del mostrador, y se colocó en una esquina desde la que podía observar el escaparate sin ser vista. El hombre no falló a sus costumbres. A las cinco y media de la tarde de aquel lunes lluvioso apareció como siempre, a cinco centímetros del del cristal, la gabardina y el pelo empapados, la cabeza gacha y las manos eternamente guarecidas en los bolsillos.

La mujer le observó con detenimiento, parándose en cada surco de piel y cada arruga, y en aquellos ojos…

Aquellos ojos miraban sin ver un viejo y pequeño tren de madera, colocado en una esquina del escaparate, prácticamente sepultado por hordas de muñecos de superhéroes, arrinconado por un puñado de videojuegos. Tímido, asustado, como fuera de sitio, el tren permanecía allí como un fantasma de otro tiempo.

La muchacha se dirigió al escaparate, se abrió paso entre aquellos horribles muñecos y rescató al tren de madera. Luego, salió a la calle, y bajo la lluvia se dirigió al hombre. Sin decir palabra le tendió el viejo juguete. El hombre, por fin, reparó en ella, miró el tren en las manos de la mujer, levantó la mirada y en ese momento pareció brillar en las pupilas del hombre con los ojos más tristes del mundo, un destello de algo distinto, agradecimiento quizás, ella no supo descifrarlo. Tomó el tren de sus manos y dándose la vuelta comenzó a caminar.

Así lo vio alejarse, por la calle abajo, disuelto en lluvia, sosteniendo en la mano izquierda el tren, mientras le daba su mano derecha a un niño pequeño, al que sólo él veía.
Así lo vio alejarse, para no volver a verle más.

No permitamos que maten al niño que llevamos dentro

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos