¿ Conoces la sensación de que se te rompe el Mundo?

Monigote vivía feliz en su mundo plano.

Desde que le habían dibujado, mantenía en su cara redonda una raya sonriente que nada había sido capaz de borrar. Su universo de sólo dos coordenadas, plasmado en papel cuadriculado, era prácticamente perfecto.

Ningún detalle había escapado al lápiz del creador.

Tenía su casa, fresca y confortable, con flores en las ventanas, chimenea y jardín. En éste una caseta de perro de la que asomaban el morro afilado y las orejas puntiagudas de un fiel amigo. Al fondo, una cordillera de picudas montañas le ofrecía una magnífica vista. El sol, sonriente y amable, lo iluminaba todo con sus rayos de rayas y, alguna vez, bajaban a comer a su jardín, los cuatro pájaros con forma de medio corazón, que observaba normalmente en la lejanía. Monigote era muy dichoso en aquel universo que, como único defecto, mostraba las heridas en el margen, propias de haber sido desgajado de un cuaderno.

Todo se vino abajo en un segundo. Desde que tenía memoria, Monigote y su paisaje, habían visto el mundo exterior firmemente sujetos por un imán a la puerta de una nevera. Las únicas alteraciones en su cotidiana armonía se producían cuando alguien del exterior abría aquella puerta. Una sensación de vértigo le inundaba y tenía que agarrarse, con fuerza, al pomo de la puerta de su casa para no caer. Aquella vez fue peor.

En el mundo de los monigotes no existe la escala de Richter, si existiese, aquello habría alcanzado, sin duda, los nueve grados. Primero su mundo se partió en dos, luego esas dos partes en cuatro. Un sonido inconfundible de papel rasgado le atronó las orejas que nadie le había dibujado. Monigote se refugió en una esquina de uno de los cuatro trozos del mundo. Vio su casa quebrarse por la mitad y al sol cambiar su eterna sonrisa, por una mueca de espanto. Por último, el universo comenzó a arrugarse. No sabe aún como sobrevivió a aquello. En el último segundo, viendo que su mundo se contraía, saltó con todas sus fuerzas al vacío y consiguió agarrarse firmemente a un imán de la nevera. Desde allí contempló como la hoja cuadriculada donde se había sentido siempre un monigote feliz, era arrojada al cubo de la basura.

Monigote lloró lágrimas ovaladas y las puntas del trazo de su boca se vinieron abajo para no volver a levantarse nunca más.

Monigote, sin entender por qué se destruyó su paraíso, arrastra ahora su tristeza en un caos tridimensional que no comprende y en el que todavía no ha encontrado su sitio.
Pero esto ya es otra historia.

Lo escribió Gabi y lo guardó en La Increíble Historia de Monigote