Me quedé como un cuadro a su pared pegado.

Enrique Urquijo.

Ella viene a verme todas las mañanas. Se sienta silenciosa en el sobrio banco de madera situado a tres metros de la pared en que descanso, con la espalda bien recta, las manos reposando sobre las piernas, la cabeza ligeramente inclinada, mirándome como si me descubriera por vez primera, como si no me hubiese visto durante una hora completa todas las mañanas desde hace cinco años.

 

No sé qué extraño imán esconderé que consigue atraerla invariablemente día tras día; no sé qué oculta belleza descubre en mi que hace que no haya faltado ni una sola ocasión a la cita. Es más extraño aún si cabe sabiendo como sé, que no soy ninguna obra cumbre. No soy la cúspide de ningún movimiento pictórico, ni el cuadro más representativo de ningún periodo, ni siquiera el mejor exponente de ningún artista. Soy, lo sé hace tiempo, una obra menor, colgada en un pasillo secundario de un museo de provincias, pintada hace mucho tiempo por un pintor mediocre al que sólo los muy entendidos conocen. Me pintó además entre dos periodos bien diferenciados de su carrera artística. Soy un cuadro de transición entre dos épocas pictóricas de mi insignificante creador; lo sé, y lo tengo asumido, aunque a veces por la noche, en la oscuridad del museo, atenazado por el eco de las pisadas del aburrido guardia de seguridad, duele saberse así de intrascendente. Es por esto que no consigo explicarme su constante presencia. No sé que es lo que consigo deslizar más allá de sus pupilas, tal vez hasta su corazón, para hacer de mi contemplación una rutina inexcusable. Si lo supiera tal vez podría hacer lo mismo con otra gente. Pero, ¿sabéis? No es necesario.

 

Cada mañana, de nueve a diez, yo también aprovecho para contemplarla a ella. Al principio recuerdo que no me pareció gran cosa, ahora no podría aguantar estar aquí colgado sin sus perpetuas visitas. Sí, yo también aprovecho para contemplarla a ella, y mientras ella se pierde en mis ocres oscuros y en el contorno de mis imperfectas formas, yo me pierdo en el azul de sus ojos y en las olas que alborotan el mar de su pelo. Al principio, repito, no me pareció gran cosa, pero ahora, cuando inclina interesada la cabeza para admirar en mi esa belleza que ella sabe descubrir y que los demás no ven, ya no me siento un mero óleo sobre lienzo, un cuadro de transición en la obra de un artista intrascendente, perteneciente a una corriente pictórica sin importancia. En ese instante, rutinario y mágico, en que ella inclina la cabeza y me mira, y yo me veo reflejado en sus pupilas, este viejo y polvoriento cuadro se siente, podéis estar seguros, como la obra cumbre de la pintura universal.

 

 

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos