La mujer, asomada al balcón, mira al cielo y descubre una bandada de aves migratorias volando en formación, una flecha entre las nubes apuntando a climas más llevaderos. La mujer quisiera ser la punta de la flecha. Luego, se estremece por el frío, se abraza a si misma a falta de otros brazos y entra en casa. Los otros brazos que ahora no la abrazan llegarán luego, demasiado cansados, tal vez, para abrazarla. Mejor mal acompañada que sola -piensa resignada- y mientras se lo dice sabe que no es cierto, que hay días en los que cambiaría toda su seguridad por algo de libertad, y sin embargo se miente de nuevo y se dice otra vez que mejor mal acompañada que sola. Se miente, sí, pero cada vez que se miente se cree menos.

 

El ave que culmina la punta de la flecha no mira al suelo. No quiso ocupar esa posición, ni guiar la bandada, solo supo que debían emprender vuelo, que ya se habían demorado demasiado y que el invierno, cruel y mortal, comenzaba a acariciar y a aterir sus plumas. Supo que era tiempo de cambio y así lo hizo, emprendió vuelo. Las demás solo la siguieron.

 

La mujer hacía años que vivía en el invierno y, sin embargo, hasta esa mañana nunca pensó de verdad que pudiese haber para ella climas más templados. Esa mañana, al descubrir recortada contra el cielo la silueta migratoria, hizo las maletas, salió a la calle y, como una más de la bandada, emprendió viaje, rogando únicamente para que no fuera demasiado tarde.

 

Cuando el invierno llegó a casa esa noche, esperando tener la cena preparada y poca conversación, encontró la puerta abierta, los armarios de su mujer vacíos, y una nota que lo explicaba todo, aunque él fuese incapaz de entender nada.

 

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos