La aparición del cadáver produjo un gran revuelo en la pequeña ciudad. Es extraño, los seres humanos tan aficionados a medirlo todo y a calibrar absolutamente todas las cosas, no hemos desarrollado  aún una escala que nos permita medir revuelos. Este, sin duda, hubiera alcanzado el valor más alto en esa supuesta escala. Sin embargo ante la falta de un buen sistema de medida de revuelos o revuelímetro, bastará con decir entonces que el revuelo que se montó en torno a la aparición del cadáver fue incalculable.

Esto es normal. Tengan en cuenta los lectores que la ciudad de la que hablamos es una ciudad provinciana en la que nunca ocurre nada fuera de lo normal. Ni siquiera el acontecer irrenunciable de las estaciones origina grandes cambios en la rutinaria vida de nuestra villa, debido sin duda a que gracias a su envidiable situación geográfica goza de un clima benigno tanto en los rigores del invierno, que no ha de soportar, como en las arideces del verano, que no ha de sufrir.

El cuerpo sin vida de la joven fue descubierto por Lázaro Vázquez y su perro Vito durante su ronda nocturna por el céntrico parque de la villa. Como Lázaro relató posteriormente a la policía, Vito, que ya no es un cachorrillo precisamente, adolece de la próstata y debe salir numerosas veces a realizar rondas por el parque durante la noche si Lázaro no quiere provocar goteras en el piso de Doña Encarna, propietaria del piso inferior de el que Lázaro ocupa y dueña asimismo de un endiablado carácter. Como los señores agentes podrán suponer, continuó Lázaro, a las tres de la mañana en el parque no había ni Dios, siempre y cuando se le permita a Lázaro la expresión, y por eso Vito corretea libre por el parque sin correa ni bozal desobedeciendo las ordenanzas municipales porque, al fin y al cabo, a quién puede molestar el pobre animal a esas horas de la mañana. Dando por sentado Lázaro que su pequeña desobediencia es pasada por alto por los agentes al urgirle estos a continuar su relato, prosigue con este, más tranquilo ya, liberada su conciencia de ejemplar ciudadano.

“Vito se dirigió como siempre a la zona de columpios infantiles, a la que es francamente aficionado, pero mi fiel Fox Terrier se detuvo en seco frente al viejo tobogán de hierro, echó las orejas para atrás, frunció el hocico en una mueca de ferocidad que le desconocía y comenzó a ladrar como un poseso, que parecía el mismísimo perro del diablo de cómo ladraba y de los aullidos que profería, Señor agente, que hasta yo mismo que soy su dueño hace más de trece años me asusté y razones tenía, que cuando llegué a su altura para hacerle callar antes de que despertase a los vecinos y en particular a Doña Encarna, ví tumbado  en el tobogán el cuerpo desnudo de la pobre chica, y fue entonces cuando yo mismo grité y bien alto que debí gritar que se empezaron a encender una a una todas las luces del vecindario, y aún con todo lo alto que chillé no he conseguido sacarme todo el terror del cuerpo, que no he visto, Señor agente, nada más monstruoso en mi vida.”

El señor agente en cuestión, Adolfo Llanero, se alejó del incansable parloteo de Lázaro en dirección al tobogán metálico que el histérico vecino no dejaba de señalar. Allí aún seguía ella, desnuda; las muñecas atadas a las oxidadas barras de hierro que coronaban el columpio y a las que tantos niños (él mismo incluido)  se habían agarrado tantas veces antes de soltarse y dejarse deslizar por la rampa de aluminio;  el pelo, moreno sin duda, era sólo un estropajo sanguinolento coronando el rostro desfigurado por el horror. Debía ser bonita, pensó Llanero, antes de que la hicieran eso. Los ojos de la joven habían sido sustituidos por pequeñas bolas de navidad; alrededor de su cuello se distinguía un juego de luces de los que se utilizan para adornar los balcones y terrazas, con esto sin duda la habían estrangulado; para atar sus manos habían utilizado unos trapos de fieltro rojo, Llanero los identificó como gorros de Papa Noel; la habían rajado el vientre y se lo habían rellenado con comida hasta rebosar; de su boca, abierta hasta la nausea, asomaba el culo de una botella de champán; su cuerpo estaba escrito  por todas partes con todo tipo de absurdos mensajes publicitarios.

 

El agente Bustillo se acercó por detrás, distrayéndole de su exploración del cadáver.

-         La hemos identificado, Llanero. Se llamaba Natividad. Natividad García.

Llanero se quedo mirando fijamente el cadaver, llenándose los ojos de ayer, intentando imaginar a la muchacha tal y como debía haber sido.

Debía ser bonita –se repitió a si mismo el agente- antes de que la hicieran eso.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos