Los tres hombres forman un triángulo equilátero perfecto, sentados en las austeras sillas de madera, el tronco perfectamente pegado al respaldo, la cabeza erguida y la vista perdida en el infinito. En el punto central de esa irreprochable figura geométrica de vértices humanos me encuentro yo, vestido de blanco, hecho un ovillo espectral sobre mi mismo, maquilladas también manos y cara con un color pálido inmaculado, contrapunto perfecto del negro absoluto que visten mis tres compañeros. De pronto, uno de los vértices se incorpora e impostando la voz, habla:-         Soy el miedo a cambiar. – Me señala acusador– tu miedo absoluto, tu inmovilismo.Lo ha hecho perfecto. Los ensayos sirvieron para acentuar el dramatismo de la frase, de manera que al señalarme todo el público se sienta señalado. Yo, fiel al guión permanezco impasible. Desde el patio de butacas se oyen carraspeos incómodos, no es la primera vez desde que comenzó el segundo acto. He aprendido el lenguaje de los carraspeos, se diferenciar a la perfección los inevitables de los que trasmiten información. Este, sin duda, dice: “¿dónde me has metido? vamos a casa”. No estamos consiguiendo conectar, se palpa perfectamente en el denso ambiente del teatro. Las toses, el ruido de la gente removiéndose inquieta en sus asientos, al fondo incluso me parece escuchar risas mal disimuladas.

Otro de los vértices se levanta y señala al anterior.

-         Por tu culpa estamos como estamos –le reprocha inquisidor- Estancados.

El nerviosismo del público va en aumento. Cuando yo me levanto y con los brazos extendidos profiero un alarido espeluznante, prácticamente todo el aforo del teatro en vez de interpelarse por los motivos de mi grito (como pretendía y argumentaba el director de la obra), estalla en una sonora carcajada y empiezan a oírse los primeros silbidos. Por fortuna, el guión me obliga a recluirme nuevamente en mi postura de ovillo espectral (no olvidemos que según el director de la obra soy un feto, el embrión de un hombre nuevo) en la que no me resulta difícil disimular mi vergüenza. Enroscado sobre mi mismo, intento entrar de nuevo en situación –eres un feto, eres un feto- me repito incansable –eres un gilipollas- acabo concluyendo.

Mientras tanto, el tercer vértice del triángulo se sube encima de la silla y en cuclillas comienza a cacarear. Empiezan los insultos desde las filas traseras (siempre son las más valientes), entonces el vértice interrumpe su cacareo, se lleva una mano al pecho y con la otra se agarra al respaldo de la silla, de la que consigue bajarse a duras penas. Las otras dos intersecciones de las tres líneas imaginarias se miran interrogantes, aguantando el tipo. El tercer vértice se está saliendo absolutamente del guión, ahora de hecho, ha roto el triángulo y se dirige trastabillando al proscenio, desde mi posición fetal (en la que aún me mantengo) puedo ver que su rostro va adquiriendo una tonalidad cada vez más albina, abre y cierra la boca sin emitir sonidos y adelanta la mano derecha crispada, casi formando una garra (no sabría decir si en actitud de súplica o amenaza) hacia el público. Este ha enmudecido. La fuerza de la interpretación de mi compañero ha conseguido frenar las burlas y los insultos, todos los espectadores están ahora pendientes de sus movimientos casi agónicos por el escenario. Su recorrido ha durado apenas treinta segundos y, sin embargo, ha parecido prolongarse mucho más allá en el tiempo. Casi se diría que el propio tiempo se hubiese quedado a la expectativa, como todos nosotros, de lo que fuese a suceder.

Por fin, detiene su avance y en un susurro que solo el sepulcral silencio que se ha adueñado del teatro nos permite entender articula una palabra. ¡Ayuda!.

Luego se desploma, su cuerpo choca con las tablas del escenario percutiendo contra ellas, como el martillo de un juez imaginario que acabase de dictar sentencia. Sentencia de muerte. Atraviesa ese pensamiento mi mente mientras percibo que alguien, entre bambalinas, ha dado orden de bajar el telón y este está descendiendo ya, (acostumbrada barrera infranqueable entre lo real y lo ficticio, hoy sin embargo la realidad la ha atravesado). Nadie encima del escenario ha sido capaz de reaccionar aún. Tanto yo, embrión de la nueva humanidad, como mis compañeros, el progreso y el inmovilismo, miramos alucinados el cuerpo sin vida de quien hasta hace un minuto representaba el papel de la imaginación. Desde detrás del telón comienzan a hacerse oír los primeros aplausos. Tímidos y aislados al principio, pujantes y entusiastas luego, absolutamente enloquecidos después, atronadores y desbocados por último. Noto, casi como en un sueño, que alguien nos está empujando, forzándonos a atravesar el telón. Al otro lado nos espera todo el público puesto en pie. Como autómatas, saludamos y agradecemos los aplausos. Al inclinarme puedo ver el rictus que adorna el rostro inmóvil del cadáver de mi compañero (¿una sonrisa?), Eduardo Campano, cincuenta años, actor de quinta fila que odiaba el teatro moderno gracias al cual subsistía malamente y que jamás en sus treinta años de carrera escuchó una ovación como la que el público le está dedicando justo cuando él ya no puede escucharla; y pienso que ningún espectáculo nos fascina tanto como la propia muerte y no puedo dejar de preguntarme si el público ignora que la última escena no estaba en el guión o si, por el contrario, aplauden a rabiar precisamente porque lo saben y asimismo, no me abandona la metafórica idea de que a nadie entre el público parece importarle realmente la muerte de la imaginación.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos