Si no conocéis las anteriores historias de Monigote os invito a leerlas por orden cronológico en la sección La Increíble Historia de Monigote.
Monigote pasó una eternidad viviendo con la niña, aprendiendo de ella, llenando su bocadillo de letras para enseñarla todo lo que puede enseñar un monigote, respondiendo las ingenuas preguntas de la niña, dejándose hacer y deshacer mil veces.

Los dos disfrutaban especialmente jugando a disfrazar a Monigote. A veces de vaquero, añadiéndole un sombrero de cow boy y una sencilla pistola de dos rayas; otras de pirata sanguinario, con un improvisado parche ocultando el pequeño punto que le servía de ojo izquierdo; las más de las veces de aguerrido espadachín. En cuanto la punta del lápiz se apoyaba en su mano y trazaba la filosa línea de una espada, Monigote corría como un loco por todo el papel dando mandobles a diestro y siniestro, derrotando a imaginarios villanos que huían espantados ante la fiereza de su ataque. Por las noches, antes de que la madre de la niña la llamase para ir a lavarse los dientes y dormir, ella dibujaba una pequeña cama y Monigote se tendía en ella, agotado después de una dura jornada de juegos y aprendizaje. Buenas noches –decía ella- Buenas no… y aparecían estas letras en el globo del pequeño dibujo, pero antes de terminar, antes de llegar a la CH, ésta ya se había convertido en una Z, y luego en otra, y luego otra más, y el globo en el que, como por arte de magia, aparecían siempre los pensamientos del pequeño ser, se convertía en una nube, atravesada por una agotada procesión de somnolientas zetas.

Una noche todo cambio. Después de disfrazar a monigote de hombre importante, poniéndole corbata, bigote y un maletín, la niña se olvidó de borrarle el disfraz antes de acostarse. En todos los cuentos de amistad entre un niño y sus juguetes, el niño crece y el juguete es olvidado, y esos cuentos son tristes pero suelen acabar bien porque el niño, ya mayor, recuerda a su olvidado compañero y le sitúa en un sitio de honor. Esta historia, como veréis, no es una de esas historias.

La mañana siguiente a quedarse Monigote dormido con el bigote, la corbata y el maletín dibujados, se despertó con la extraña idea de que estaba malgastando su vida. Cuando al poco rato llegó la niña con el lápiz preparado, dispuesta a reanudar sus juegos, Monigote torció el gesto y el normalmente redondeado y algodonoso globo de sus diálogos se transformó en una especie de explosión inesperada al tiempo que, letra a letra, se iba llenando para formar la frase “Déjame, no tengo tiempo para juegos”. La punta del lapicero quedó inmóvil en el aire, incapaz de avanzar hasta acariciar el papel como tantas veces.

Perdona –dijo la niña- No sabía que estuvieses ocupado.

Lo estoy  –contestó Monigote- debo medir bien todo esto. Sus delgados brazos intentaron abarcar el cuadriculado papel donde residía. Vuelve más tarde si quieres –añadió- Ahora tengo mucho trabajo.

Ella borró la cama, limpió el papel y se fue.

Monigote se fue hasta la esquina superior izquierda del folio y comenzó a recorrerlo de margen superior a margen inferior al tiempo que iba contando sus pasos, cuando llegó abajo continuó hacia la derecha, sin dejar de llevar la cuenta. Luego, comenzó a inventariar cada uno de los pequeños cuadraditos de su actual mundo. Así estuvo ocupado durante todo aquel día y por eso, cada vez que la niña se acercaba para proponerle reanudar sus juegos, él la despedía, malhumorado y contrariado como ella nunca le había visto, porque la niña le molestaba y le hacia perder la cuenta y no le quedaba más remedio que volver a empezar.

Al acabar aquel día, Monigote sabía exactamente cuantos pies de monigote medía su mundo de derecha a izquierda y de arriba abajo, sabía también la longitud de la diagonal que atravesaba el folio y podía afirmar sin temor a equivocarse el número de pequeños cuadrados que ordenaban su universo. Así que ya estaba dispuesto a marchar a su pequeña cama para coger fuerzas para el próximo día que prometía ser también agotador, cuando reparó en que la niña no le había dibujado su cama ese día. Llamó y llamó, con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, llamó y llamó tanto, que el globo donde aparecían sus gritos llegó a adueñarse de todo el papel. Pero no sirvió de nada. Al rato dejó de llamar y se dispuso a pasar la noche lo mejor posible, apoyada la espalda en el margen derecho. Pero echaba de menos las buenas noches de su niña y en su globo no acababan de aparecer las reparadoras zetas, y notó que le empezaba a picar el bigote y que le apretaba la corbata, y se sintió de repente muy sólo. Y supo con total certeza que nada de lo que en ese día había aprendido, ninguno de los dígitos que ahora atesoraba en su cabeza, le confortarían en ese momento, le arroparían, le harían sentir mejor y le darían, calidos y amables, las buenas noches.

Para Elen y sobre todo para Chiqui que me lo pidió. A las dos os lo debía hace tiempo. Besos.
 

Lo escribió Gabi y lo guardó en La Increíble Historia de Monigote