La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa.

Miguel de Cervantes 

Es tarde  –dice el poeta- Tal vez sea hora de que enciendas las luces.

Llevan una hora encendidas, señor –contesta la sirvienta.

 

Luego, la muchacha sigue con sus quehaceres sin prestarle demasiada atención, él mueve la cabeza persiguiendo los movimientos de ella por el salón, intuyendo su localización por los inevitables ruidos del continuo trajín. Mientras, más allá del territorio fronterizo formado por los ojos muertos del poeta, brotan de la tierra aún fértil de su imaginación siembras de versos que esperan la vendimia de una voz que los lance al aire. La vendimia no llega. Los versos pues, en escasos segundos, se marchitan y mueren.

 

La muchacha termina de ahuecar los cojines del sofá.

 

-         ¿Hoy no me dice versos el señor?

-         No. Hoy no. –contesta despacio, con un cansancio oscuro e impenetrable- Hoy son sólo para mí.

-         Se me está volviendo un triste, señor –reprocha ella llenando su voz de cascabeles- Anímese, que está  llegando la primavera.

-         No. La primavera se me va. Como tú. – Es difícil saber la profundidad de la tristeza que arrastran esas últimas palabras. Un agujero, una grieta, una sima, un abismo. Demasiada tristeza para que la soporten sólo dos pequeñas palabras de tan escasas sílabas “como tú” por eso, a la altura de la “m”, la voz se le quiebra en un pequeño sollozo que intenta ocultar. Ella finge no darse cuenta de nada.

-         Ya estamos otra vez –dice ella simulando un enfado que no siente- Otra vendrá y no se acordará de mi. Ya lo verá.

-         Sí, es posible –dice él, aparentando una entereza que no tiene- Vete ahora. Si debes irte es mejor que sea cuanto antes.

 

A ella le duele cada sílaba de aquellas palabras, y piensa en renunciar a todo y quedarse con él, tal vez un día más, una semana, un mes, un año… Piensa en seguir siendo la luz delante de sus ojos clausurados y la espita que abre sus versos más allá de aquellos velos, pero ya se ha entretenido demasiado. Las reglas que la guían son tan viejas como el mismo mundo.

 

-         Podría quedarme un rato más, señor, tal vez un último soneto.

 

Y se acerca a él, y apoyada en su hombro acerca sus ancianos labios al oído inquieto del poeta y susurra, y sus susurros llevan el viento y el mar hasta la triste habitación, y son el aire frío que corona las montañas, y son el cielo y el infierno ardiendo al mismo tiempo, y son el sol y la lluvia; y él se estremece y, una vez más, quizá la última, abre los labios y comienza a recitar, y sus palabras llenan el aire del sabor salado de las olas azotadas por el viento cabalgando en el lomo de sus versos.

 

Cuando todo termina, él, agotado y satisfecho, vuelve su mirada inútil al rincón de la habitación.

 

-         ¿Lo has anotado todo? –pregunta ansioso.

-         Como siempre, señor. -responde el joven- Es maravilloso. Desde el primero hasta el último verso.

-         Sí, lo es. -afirma el poeta- Pásalo a limpio, por favor. Y mañana llamas a mi editor, le mandas todo el material y le dices que hemos terminado. Este ha sido el último poema.

-         ¿El último señor?

-         Sí. Ella se ha ido ya.

-         ¿Ella? ¿Quién señor?

-         No importa.  Vete ahora.

Mientras el joven recoge sus cosas y apaga las luces, ve como en los límites de los lagos de agua estancada que son los ojos del poeta, brotan, apenas perceptibles, dos pequeños ríos de tristeza.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos