Muchacha en la ventana (Salvador Dalí)

Lo verdaderamente irónico de esta absurda historia es que a Jorge Leire jamás le gustaron los puzzles. Debido a ello, cuando terminó de rasgar el elegante papel que envolvía la caja que su mujer le regaló el día de su cincuenta cumpleaños, no pudo disimular una pequeña mueca de disgusto.

-         ¿Un puzzle? – preguntó.

-         Si, cariño – contestó ella- he pensado que ahora vas a tener más tiempo y que debes tener la cabeza entretenida.

La cabeza entretenida para no pensar. No pensar por ejemplo en la empresa que te prejubila a pesar de que tú sepas que tienes aún tanto que ofrecer; no pensar en los hijos que se han ido ya a estudiar lejos y que no llaman tanto como debieran; no pensar en las largas tardes de tedio a rellenar; no pensar tampoco en tu mujer que en ese momento te regala un puzzle de 10000 piezas, a pesar de saber que nunca te han gustado los puzzles; no pensar en que no eres lo que quisiste ser; no pensar, hacer puzzles.Y sin embargo, pese a su disgusto inicial, un mes después de su cumpleaños, en una tarde de lunes, estéril  y agria, como disfrazada de domingo, Jorge Leire comenzó el puzzle de 10000 piezas que una vez completado ofrecería al mundo el cuadro de Salvador Dalí “Muchacha en la ventana”. Dos días más tarde, Jorge Leire vivía por y para el puzzle, se detenía apenas para comer y aliviar sus necesidades y contestaba con monosílabos de circunstancias a las preguntas de su esposa, a la que ya ni siquiera fingía escuchar. No es exagerado afirmar que, para Leire, su mundo empezaba y terminaba en el tablero de madera  encima del cual desplegaba y manipulaba las pequeñas e interminables piezas de “Muchacha en la ventana”. Después de cinco días, en los que prácticamente no durmió, salvo pequeñas concesiones al sueño en la propia silla en la que trabajaba, una pequeña pero terrible intuición comenzó a abrirse paso en la obsesionada mente de Leire. Comenzó como un fogonazo, diminuto pero aterrador, restallando en ese rincón de la cabeza donde nacen nuestros peores temores, una pregunta incompleta que abría, sin embargo, un completo abanico de miedos, un ¿y si…? una interrogación  que el cerebro de Jorge se negaba a completar y descartaba con un: “No, es imposible”. La pregunta, no obstante, volvía con recurrencia a asomarse a su pensamiento consciente igual que la muchacha del puzzle se asomaba a la ventana. Pronto, la intuición empezó a convertirse en una convicción negada. ¿Cuántas veces insistimos en negar lo evidente? “No, no puede ser. Esto no puede estar pasando” –nos decimos- aunque todos nuestros sentidos nos digan lo contrario. El séptimo día la evidencia fue tal que ni el más esperanzado optimista hubiese podido negarla: faltaba una pieza en “Muchacha en la ventana”.La misma obsesión que había empleado en juntar, una a una, las nueve mil novecientas noventa y nueve piezas que ahora se acoplaban perfectamente encima del tablero, la empleó Leire en buscar la pieza diez mil. No quedó un rincón de la casa en que no mirase, incluso tres o más veces, movió los armarios, rajó las fundas de los sofás, arrancó los rodapiés por si la pieza, traviesa, se hubiese deslizado entre estos y el suelo. Después de tres días de búsqueda alocada e incesante, en la que no cejó un instante a pesar de las protestas desesperadas de su mujer, el cerebro de Jorge acabó por sucumbir a la realidad: la pieza diez mil no aparecería. En el número de teléfono que figuraba en el certificado de garantía del puzzle, una grabación de una voz de mujer, átona e impersonal, informaba del cese de operaciones de la empresa fabricante del puzzle, y rogaba fuesen disculpadas las molestias. Tras pulsar el botón de terminar llamada de su teléfono inalámbrico, Leire dejó la mirada tan perdida como parecía estar la pieza número diez mil. Una hora después salía a la calle sin dar ningún tipo de explicación a su esposa. No volvió hasta la noche, una vez que no quedó en la ciudad una sola librería por visitar, ni una sola juguetería en la que preguntar. La evidencia había sido tan abrumadora como desoladora: no quedaban existencias del puzzle de diez mil piezas “Muchacha en la ventana”.

Dos ausencias llamaron la atención de Leire esa noche cuando llegó a su casa. Al lado del hueco, oscuro, impenetrable y ya conocido de la pieza diez mil, otro hueco se abría paso. Faltaba otra pieza.

Cuando Jorge Leire quiso preguntar a su esposa por la ausencia de la segunda pieza se dio cuenta de que ella tampoco estaba. En su lugar una nota de despedida coronaba el fogón de la cocina. Sólo leyó la primera línea, no quiso saber nada de la desesperanza de su mujer, de su desolación, arrugó la nota, la tiró a la basura y comenzó a buscar enloquecidamente la segunda pieza desaparecida. Esa noche permaneció vigilante, la mirada, fija y enrojecida, en el hueco obsceno e inexplicable que mancillaba el centro del puzzle. Sólo descansó un minuto, rendido al fin a las innumerables noches sin dormir, sin embargo fue suficiente. Al abrir los ojos, una tercera pieza había desaparecido, y ampliaba la nada que parecía querer apoderarse del tablero. Cuando desapareció una quinta pieza, Leire no se molestó ya en buscarla.

Un mes después de que colocase la primera pieza de “Muchacha en la ventana”, Jorge Leire pasa las horas sentado en la silla, con la mirada perdida en un árido tablero de madera, tan vacío como su propia vida.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos