Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.

Pablo Neruda

Pongamos un sábado plomizo, pongamos un mes de agosto. Pongámoslo en una ciudad costera, prostituida y turística, una de esas ciudades que duplica en verano los cuerpos que la habitan, que comprime sus almas para que le quepan todas,  que satura sus rincones, que atasca sus calles. Pongamos la lluvia además. Pongámosla para reducir aún más si cabe el espacio habitable, para confinar el cielo, para dar el toque de queda, para invocar el ridículo sobre el desquiciado festival de camisetas multicolores, bermudas y chancletas.  Pongamos la lluvia, si. Pero pongamos entonces un refugio, un salvamento, un faro guiando a los miles y miles de turistas descontentos. Pongamos, es obvio, un centro comercial, luz para polillas humanas privadas del sol del que se creen acreedoras. Pongámoslo  desbordado, rebosante, atascado. Pongamos los ríos de coches intentando llegar e impidiendo marchar, pongamos los pasillos repletos, las tiendas atestadas, los gritos, las risas, el murmullo incesante de miles de bocas, los llantos de los niños exigiendo caprichos, las discusiones de los padres, los móviles sonando sin parar; sumémosle la megafonía lanzando al aire enrarecido sus ofertas de última hora, sus niños perdidos y  sus interminables coches mal aparcados.

Pongamos ahora, una vez establecido el escenario, los actores principales de esta historia. Pongamos un hombre. Situémosle sentado en un banco de la arteria principal del centro comercial. Pongámosle inclinado, con los codos apoyados en los muslos, las palmas de las manos sujetando el peso, aparentemente insoportable, de su propia cabeza. Pongámosle con los ojos cerrados. No, mejor aún, los ojos abiertos, muy abiertos tal vez, pero mirando nada. Sí, la mirada fija y perdida a la vez en un punto desconocido para nosotros situado en el escaparate de la tienda de enfrente. ¿Dé qué es la tienda? No importa. Ya lo pensaremos más tarde si es que hay que definirlo. Tampoco es sustancial en el hombre su vestimenta ni su aspecto. Pongamos quizás  un hombre de unos cuarenta años, un hombre cualquiera, sin rasgos sobresalientes. Su apariencia, ya sabéis, no es fundamental. Dejémoslo de momento, sentado en su banco, inmóvil, casi una estatua, excepto quizá por el apenas perceptible movimiento de sus labios que se abren y cierran como si nuestro hombre hablara ininterrumpidamente. Es imposible saber si lo hace o no; el bullicio del centro comercial mata cualquier otro sonido antes de nacer. Dejémoslo así de momento decía, como un pez boqueante ante el cristal de su acuario imaginario.

Ahora busquemos más a fondo. Busquemos rápidamente entre la marea de clientes un segundo protagonista. Una mujer tal vez, quizás un niño. Sí, podría ser el niño pequeño incansablemente reclamado por megafonía: “Se ha perdido el niño de cuatro años Miguel Fernández. Lleva camiseta naranja con dibujo de spiderman…”. Si, fijémonos en él. Incluso así, a vista de pájaro, no es fácil localizarle con el único dato de la camiseta naranja entre el tropel policromado de compradores que rebosa nuestro escenario. Pero lo hacemos, le encontramos. Para eso la historia es nuestra y necesitamos encontrarle. El niño de la camiseta con dibujo de Spiderman, camina lloriqueando desconsolado entre la multitud. Por desgracia para él, aún no ha aprendido que para que le hagan caso tiene que llorar más fuerte. Por eso nadie se fija en él salvo para esquivarle como a un obstáculo, como a un estorbo; igual que esquivan al hombre que prosigue incansable su salmodia inaudible, sentado en el banco con la cabeza apoyada en las palmas de las manos. El niño perdido pasa por delante del banco de nuestro hombre y allí, se detiene. Se detiene porque sus pequeñas orejas son capaces de escuchar por encima del tumulto la letanía que surge de los labios del hombre y se reconoce en lo que escucha. Se detiene y con los ojos llorosos y la voz temblona habla al hombre, y éste, abandona por un segundo el lejano mundo más allá del cristal del escaparate de la tienda de enfrente, y fija su mirada en los ojos del niño, y comprende. Luego toma de la mano al niño, se levanta, y salvando un bosque impenetrable de cuerpos, camina con paso más o menos firme hasta el mostrador de información dónde, histérica de preocupación, la madre del niño de la camiseta naranja de spiderman, les recibe entre sollozos agradecidos y recriminaciones al niño. Luego, el hombre vuelve con paso cansado a su sitio en el banco, y se vuelve a sentar con la misma postura inmutable, y sus ojos se dirigen de nuevo a un mundo más allá del escaparate de la tienda de enfrente, y su boca comienza a entonar su impertérrita retahíla de murmullos. Bajemos ahora el volumen ensordecedor del bullicio, poco a poco, podemos hacerlo, es, al fin y al cabo, nuestra historia. Bajémoslo ahora, y acerquemos nuestro oído a la boca del hombre, que, ajeno a nuestra maniobra, sigue recitando sin parar. “Estoy perdido, estoy perdido, estoy perdido”.  Quitemos ahora la lluvia, dejemos sólo los charcos en el aparcamiento del centro comercial, turbios espejos que pronto reflejaran a la gregaria muchedumbre disponiéndose a volver a casa tras su agotadora tarde de compras. Alejémonos ahora, despacio, sin ruido. Así podremos oír todavía, mientras nos vamos, los ecos lejanos de la impersonal megafonía rezumando su eterna cantinela de ofertas y avisos, y, entre estos tal vez, solo tal vez, alguien anuncie al fin que un hombre se ha perdido.

 

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos