Los músicos no se retiran: paran cuando no hay más musica en su interior.

Louis Amstrong

No sé como podría describiros este silencio para que fueseis capaces de sumergiros en él conmigo. Yo, desde luego, hasta que me envolvió no había conocido nada similar y, por lo tanto, carezco de referencias para poder compararlo con algo que os pueda aportar el más mínimo dato. Creo que ni siquiera la palabra silencio es capaz de abarcar este vacío.

 

Tal vez lo mejor sea referir como empezó. No fue un estallido, ni una explosión atronadora capaz de destrozarme los tímpanos. Ojalá hubiese sido así. Eso podría explicarlo todo. Pero sólo fue eso, silencio, un silencio absoluto e incontestable, tiránico, una barrera infranqueable y cruel entre mi cerebro y los sonidos del mundo exterior.

 

Coincidió con el final de la última nota de la canción. Los armónicos de aquel postrer acorde vibraban aún en el aire, empecinados, queriendo sostener aún en su fragilidad todo el peso de la sincera emoción  que me había embargado nada más comenzar a escuchar los compases inaugurales de aquella desgarradora y ,hasta entonces, desconocida melodía. Pero un simple acorde no puede sobrellevar tal carga y, al igual que el cauce de un pequeño río no podría aunque quisiera albergar toda el agua del mundo, todos los sentimientos que se afanaban, casi desbocados, por encontrar un acomodo en mi pecho se desbordaron, incontenibles, por la débil grieta que les brindaron mis ojos. Y así, mis lacrimales fueron la esclusa por la que fueron desaguando; aquella fue la vía de escape que impidió que me reventara el pecho.  Y lloré. Lloré, y ojalá pudiera decir que como un niño, pero no sería cierto. Los niños saben casi siempre porque lloran. No era mi caso. Yo lo ignoraba por completo, o al menos ahora creo que elegí ignorarlo. De no ser así, tendría que plasmar aquí demasiado dolor y demasiada alegría, demasiada tristeza y demasiadas esperanzas; tal fue la mezcla de sensaciones que comenzaron a girar en mí, convertidas en un loco remolino, dueño absoluto aunque involuntario de mi corazón, apenas empezaron a llenar el aire viciado de aquel viejo y querido bar, las primeras notas de aquella última canción. Luego, al diluirse los ecos apenas ya perceptibles de aquel último acorde, como he dicho, llegó el silencio. Ni un sólo sonido ha vuelto a abrirse paso hasta mi entendimiento desde entonces.

 

Puede que mientras hayáis leído estas líneas os haya conmovido la compasión por mi estado, o incluso, ahora que releo mi propio escrito, haya sido yo culpable de trasmitir sin quererlo la sensación de ser digno de lástima. Siento si ha sido así. En realidad, desde que mis oídos decidieron cerrarse al mundo aquella tarde, con la indudable intención de capturar y hacer permanecer cautiva aquella melodía en mi cerebro, mi mundo se llenó de música. Debéis saber que jamás me sentí más lleno, y que aquellas notas evocadoras y mágicas, danzan ahora incansables y eternas por mi cabeza, sin distracciones ni equívocos. Es mi canción, pues, y la poseo sin posibilidad de alteraciones. Es mi canción y la conservo tal y como la escuché en aquel momento único y maravilloso. Es mi canción y la conservo en mi corazón, tal y como quiero conservarla.

¿Queréis tal vez saber el título de aquella canción?, ¿quizá su autor? Lo siento. No puedo ayudaros. Creo además que carece de importancia. Es más que probable que mi canción no sea la vuestra.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos