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Muchacha en la ventana (Salvador Dalí)

Lo verdaderamente irónico de esta absurda historia es que a Jorge Leire jamás le gustaron los puzzles. Debido a ello, cuando terminó de rasgar el elegante papel que envolvía la caja que su mujer le regaló el día de su cincuenta cumpleaños, no pudo disimular una pequeña mueca de disgusto.

-         ¿Un puzzle? – preguntó.

-         Si, cariño – contestó ella- he pensado que ahora vas a tener más tiempo y que debes tener la cabeza entretenida.

La cabeza entretenida para no pensar. No pensar por ejemplo en la empresa que te prejubila a pesar de que tú sepas que tienes aún tanto que ofrecer; no pensar en los hijos que se han ido ya a estudiar lejos y que no llaman tanto como debieran; no pensar en las largas tardes de tedio a rellenar; no pensar tampoco en tu mujer que en ese momento te regala un puzzle de 10000 piezas, a pesar de saber que nunca te han gustado los puzzles; no pensar en que no eres lo que quisiste ser; no pensar, hacer puzzles.Y sin embargo, pese a su disgusto inicial, un mes después de su cumpleaños, en una tarde de lunes, estéril  y agria, como disfrazada de domingo, Jorge Leire comenzó el puzzle de 10000 piezas que una vez completado ofrecería al mundo el cuadro de Salvador Dalí “Muchacha en la ventana”. Dos días más tarde, Jorge Leire vivía por y para el puzzle, se detenía apenas para comer y aliviar sus necesidades y contestaba con monosílabos de circunstancias a las preguntas de su esposa, a la que ya ni siquiera fingía escuchar. No es exagerado afirmar que, para Leire, su mundo empezaba y terminaba en el tablero de madera  encima del cual desplegaba y manipulaba las pequeñas e interminables piezas de “Muchacha en la ventana”. Después de cinco días, en los que prácticamente no durmió, salvo pequeñas concesiones al sueño en la propia silla en la que trabajaba, una pequeña pero terrible intuición comenzó a abrirse paso en la obsesionada mente de Leire. Comenzó como un fogonazo, diminuto pero aterrador, restallando en ese rincón de la cabeza donde nacen nuestros peores temores, una pregunta incompleta que abría, sin embargo, un completo abanico de miedos, un ¿y si…? una interrogación  que el cerebro de Jorge se negaba a completar y descartaba con un: “No, es imposible”. La pregunta, no obstante, volvía con recurrencia a asomarse a su pensamiento consciente igual que la muchacha del puzzle se asomaba a la ventana. Pronto, la intuición empezó a convertirse en una convicción negada. ¿Cuántas veces insistimos en negar lo evidente? “No, no puede ser. Esto no puede estar pasando” –nos decimos- aunque todos nuestros sentidos nos digan lo contrario. El séptimo día la evidencia fue tal que ni el más esperanzado optimista hubiese podido negarla: faltaba una pieza en “Muchacha en la ventana”.La misma obsesión que había empleado en juntar, una a una, las nueve mil novecientas noventa y nueve piezas que ahora se acoplaban perfectamente encima del tablero, la empleó Leire en buscar la pieza diez mil. No quedó un rincón de la casa en que no mirase, incluso tres o más veces, movió los armarios, rajó las fundas de los sofás, arrancó los rodapiés por si la pieza, traviesa, se hubiese deslizado entre estos y el suelo. Después de tres días de búsqueda alocada e incesante, en la que no cejó un instante a pesar de las protestas desesperadas de su mujer, el cerebro de Jorge acabó por sucumbir a la realidad: la pieza diez mil no aparecería. En el número de teléfono que figuraba en el certificado de garantía del puzzle, una grabación de una voz de mujer, átona e impersonal, informaba del cese de operaciones de la empresa fabricante del puzzle, y rogaba fuesen disculpadas las molestias. Tras pulsar el botón de terminar llamada de su teléfono inalámbrico, Leire dejó la mirada tan perdida como parecía estar la pieza número diez mil. Una hora después salía a la calle sin dar ningún tipo de explicación a su esposa. No volvió hasta la noche, una vez que no quedó en la ciudad una sola librería por visitar, ni una sola juguetería en la que preguntar. La evidencia había sido tan abrumadora como desoladora: no quedaban existencias del puzzle de diez mil piezas “Muchacha en la ventana”.

Dos ausencias llamaron la atención de Leire esa noche cuando llegó a su casa. Al lado del hueco, oscuro, impenetrable y ya conocido de la pieza diez mil, otro hueco se abría paso. Faltaba otra pieza.

Cuando Jorge Leire quiso preguntar a su esposa por la ausencia de la segunda pieza se dio cuenta de que ella tampoco estaba. En su lugar una nota de despedida coronaba el fogón de la cocina. Sólo leyó la primera línea, no quiso saber nada de la desesperanza de su mujer, de su desolación, arrugó la nota, la tiró a la basura y comenzó a buscar enloquecidamente la segunda pieza desaparecida. Esa noche permaneció vigilante, la mirada, fija y enrojecida, en el hueco obsceno e inexplicable que mancillaba el centro del puzzle. Sólo descansó un minuto, rendido al fin a las innumerables noches sin dormir, sin embargo fue suficiente. Al abrir los ojos, una tercera pieza había desaparecido, y ampliaba la nada que parecía querer apoderarse del tablero. Cuando desapareció una quinta pieza, Leire no se molestó ya en buscarla.

Un mes después de que colocase la primera pieza de “Muchacha en la ventana”, Jorge Leire pasa las horas sentado en la silla, con la mirada perdida en un árido tablero de madera, tan vacío como su propia vida.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos
[18] Hablaron 


Estoy solo y no hay nadie en el espejo

Jorge Luis Borges

Él había adquirido poco a poco, desde niño, la virtud o el defecto según se mire, de adornarse de espejos. Es por esto que, desde siempre, le había resultado facilísimo relacionarse con los demás. Cualquiera que le viese tenía siempre la impresión de estar tratando con alguien realmente brillante (llevaba espejos, ¿recordáis?), alguien portador de una especie de luz propia que atraía inevitablemente al resto de personas. Si bien esta atracción era innegable, no bastaba por si sola  para que las personas permaneciesen por mucho tiempo a su lado. ¿Cuántos somos capaces de enfrentar permanentemente nuestro propio reflejo? Todos los que a él se acercaron acabaron por marchar desengañados; convencidos, eso sí, de haberle conocido perfectamente aunque en realidad nunca le hubiesen visto. Es por esto que aquel uniforme reflectante que él mismo se confeccionase, ya en su niñez, para ir por el mundo, acabó convirtiéndose en una mortaja iridiscente que, pese a todos sus brillos y destellos, no dejó nunca ya de ser una mortaja.

No puedo contestaros si eso le producía dolor. ¿Lo imagináis? Cuando intenté descubrirlo, asomando mis ojos escrutadores a sus ojos, sólo descubrí mi mirada solícita intentando descifrar los misterios que escondía, a través de su armadura de cristal. Me fue imposible por tanto, y sólo pude ver, en su andamiaje de espejos, el reflejo cansado de mi propia decepción. Me alejé de él,  como todos los demás. No puedo saber si él lo sintió.

 

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos
[25] Hablaron 


La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa.

Miguel de Cervantes 

Es tarde  –dice el poeta- Tal vez sea hora de que enciendas las luces.

Llevan una hora encendidas, señor –contesta la sirvienta.

 

Luego, la muchacha sigue con sus quehaceres sin prestarle demasiada atención, él mueve la cabeza persiguiendo los movimientos de ella por el salón, intuyendo su localización por los inevitables ruidos del continuo trajín. Mientras, más allá del territorio fronterizo formado por los ojos muertos del poeta, brotan de la tierra aún fértil de su imaginación siembras de versos que esperan la vendimia de una voz que los lance al aire. La vendimia no llega. Los versos pues, en escasos segundos, se marchitan y mueren.

 

La muchacha termina de ahuecar los cojines del sofá.

 

-         ¿Hoy no me dice versos el señor?

-         No. Hoy no. –contesta despacio, con un cansancio oscuro e impenetrable- Hoy son sólo para mí.

-         Se me está volviendo un triste, señor –reprocha ella llenando su voz de cascabeles- Anímese, que está  llegando la primavera.

-         No. La primavera se me va. Como tú. – Es difícil saber la profundidad de la tristeza que arrastran esas últimas palabras. Un agujero, una grieta, una sima, un abismo. Demasiada tristeza para que la soporten sólo dos pequeñas palabras de tan escasas sílabas “como tú” por eso, a la altura de la “m”, la voz se le quiebra en un pequeño sollozo que intenta ocultar. Ella finge no darse cuenta de nada.

-         Ya estamos otra vez –dice ella simulando un enfado que no siente- Otra vendrá y no se acordará de mi. Ya lo verá.

-         Sí, es posible –dice él, aparentando una entereza que no tiene- Vete ahora. Si debes irte es mejor que sea cuanto antes.

 

A ella le duele cada sílaba de aquellas palabras, y piensa en renunciar a todo y quedarse con él, tal vez un día más, una semana, un mes, un año… Piensa en seguir siendo la luz delante de sus ojos clausurados y la espita que abre sus versos más allá de aquellos velos, pero ya se ha entretenido demasiado. Las reglas que la guían son tan viejas como el mismo mundo.

 

-         Podría quedarme un rato más, señor, tal vez un último soneto.

 

Y se acerca a él, y apoyada en su hombro acerca sus ancianos labios al oído inquieto del poeta y susurra, y sus susurros llevan el viento y el mar hasta la triste habitación, y son el aire frío que corona las montañas, y son el cielo y el infierno ardiendo al mismo tiempo, y son el sol y la lluvia; y él se estremece y, una vez más, quizá la última, abre los labios y comienza a recitar, y sus palabras llenan el aire del sabor salado de las olas azotadas por el viento cabalgando en el lomo de sus versos.

 

Cuando todo termina, él, agotado y satisfecho, vuelve su mirada inútil al rincón de la habitación.

 

-         ¿Lo has anotado todo? –pregunta ansioso.

-         Como siempre, señor. -responde el joven- Es maravilloso. Desde el primero hasta el último verso.

-         Sí, lo es. -afirma el poeta- Pásalo a limpio, por favor. Y mañana llamas a mi editor, le mandas todo el material y le dices que hemos terminado. Este ha sido el último poema.

-         ¿El último señor?

-         Sí. Ella se ha ido ya.

-         ¿Ella? ¿Quién señor?

-         No importa.  Vete ahora.

Mientras el joven recoge sus cosas y apaga las luces, ve como en los límites de los lagos de agua estancada que son los ojos del poeta, brotan, apenas perceptibles, dos pequeños ríos de tristeza.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos
[21] Hablaron 


El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer.
Mariano José de Larra

Mentiré… pequeñas mentiras cotidianas para ir viviendo.
Bien… todo va bien.


Pulsa aquí para descargarla

Hay veces que mi cerebro se concilia con mis pies,
se van, absurdos y necios, buscando no saben qué,
ven rostros que son el eco de un grito que se escuchó
en la noche de los tiempos cuando aún no existía Dios.
Mentiré, mentiré…
No te preocupes por nada que aquí todo sigue bien.
Todo está oscuro, calles sin vida aún a las luces del mediodía,
del mediodía.
Cada tres baldosas una me pregunta que por qué
si suelo ir de siete en siete ahora voy de tres en tres,
luego de regreso a casa no hay nada especial que ver,
carril nuevo en la Atalaya, derribaron el cuartel.
Mentiré, mentiré…
No te preocupes por nada que aquí todo sigue bien.
Todo está oscuro, calles sin vida aún a las luces del mediodía,
del mediodía.
GM
 

Bueno, después del trabajo que supuso cambiar de casa, que hizo que no funcionasen algunas cosas, poco a poco (muy poco a poco lo reconozco) me voy poniendo al día. Ya se escuchan las canciones y en “Inventario de Cantos” las tenéis todas juntas.
Para que luego digan que no trabajo ;)

 

Lo escribió Gabi y lo guardó en Mis Canciones
[25] Hablaron 


Si no conocéis las anteriores historias de Monigote os invito a leerlas por orden cronológico en la sección La Increíble Historia de Monigote.
Monigote pasó una eternidad viviendo con la niña, aprendiendo de ella, llenando su bocadillo de letras para enseñarla todo lo que puede enseñar un monigote, respondiendo las ingenuas preguntas de la niña, dejándose hacer y deshacer mil veces.

Los dos disfrutaban especialmente jugando a disfrazar a Monigote. A veces de vaquero, añadiéndole un sombrero de cow boy y una sencilla pistola de dos rayas; otras de pirata sanguinario, con un improvisado parche ocultando el pequeño punto que le servía de ojo izquierdo; las más de las veces de aguerrido espadachín. En cuanto la punta del lápiz se apoyaba en su mano y trazaba la filosa línea de una espada, Monigote corría como un loco por todo el papel dando mandobles a diestro y siniestro, derrotando a imaginarios villanos que huían espantados ante la fiereza de su ataque. Por las noches, antes de que la madre de la niña la llamase para ir a lavarse los dientes y dormir, ella dibujaba una pequeña cama y Monigote se tendía en ella, agotado después de una dura jornada de juegos y aprendizaje. Buenas noches –decía ella- Buenas no… y aparecían estas letras en el globo del pequeño dibujo, pero antes de terminar, antes de llegar a la CH, ésta ya se había convertido en una Z, y luego en otra, y luego otra más, y el globo en el que, como por arte de magia, aparecían siempre los pensamientos del pequeño ser, se convertía en una nube, atravesada por una agotada procesión de somnolientas zetas.

Una noche todo cambio. Después de disfrazar a monigote de hombre importante, poniéndole corbata, bigote y un maletín, la niña se olvidó de borrarle el disfraz antes de acostarse. En todos los cuentos de amistad entre un niño y sus juguetes, el niño crece y el juguete es olvidado, y esos cuentos son tristes pero suelen acabar bien porque el niño, ya mayor, recuerda a su olvidado compañero y le sitúa en un sitio de honor. Esta historia, como veréis, no es una de esas historias.

La mañana siguiente a quedarse Monigote dormido con el bigote, la corbata y el maletín dibujados, se despertó con la extraña idea de que estaba malgastando su vida. Cuando al poco rato llegó la niña con el lápiz preparado, dispuesta a reanudar sus juegos, Monigote torció el gesto y el normalmente redondeado y algodonoso globo de sus diálogos se transformó en una especie de explosión inesperada al tiempo que, letra a letra, se iba llenando para formar la frase “Déjame, no tengo tiempo para juegos”. La punta del lapicero quedó inmóvil en el aire, incapaz de avanzar hasta acariciar el papel como tantas veces.

Perdona –dijo la niña- No sabía que estuvieses ocupado.

Lo estoy  –contestó Monigote- debo medir bien todo esto. Sus delgados brazos intentaron abarcar el cuadriculado papel donde residía. Vuelve más tarde si quieres –añadió- Ahora tengo mucho trabajo.

Ella borró la cama, limpió el papel y se fue.

Monigote se fue hasta la esquina superior izquierda del folio y comenzó a recorrerlo de margen superior a margen inferior al tiempo que iba contando sus pasos, cuando llegó abajo continuó hacia la derecha, sin dejar de llevar la cuenta. Luego, comenzó a inventariar cada uno de los pequeños cuadraditos de su actual mundo. Así estuvo ocupado durante todo aquel día y por eso, cada vez que la niña se acercaba para proponerle reanudar sus juegos, él la despedía, malhumorado y contrariado como ella nunca le había visto, porque la niña le molestaba y le hacia perder la cuenta y no le quedaba más remedio que volver a empezar.

Al acabar aquel día, Monigote sabía exactamente cuantos pies de monigote medía su mundo de derecha a izquierda y de arriba abajo, sabía también la longitud de la diagonal que atravesaba el folio y podía afirmar sin temor a equivocarse el número de pequeños cuadrados que ordenaban su universo. Así que ya estaba dispuesto a marchar a su pequeña cama para coger fuerzas para el próximo día que prometía ser también agotador, cuando reparó en que la niña no le había dibujado su cama ese día. Llamó y llamó, con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, llamó y llamó tanto, que el globo donde aparecían sus gritos llegó a adueñarse de todo el papel. Pero no sirvió de nada. Al rato dejó de llamar y se dispuso a pasar la noche lo mejor posible, apoyada la espalda en el margen derecho. Pero echaba de menos las buenas noches de su niña y en su globo no acababan de aparecer las reparadoras zetas, y notó que le empezaba a picar el bigote y que le apretaba la corbata, y se sintió de repente muy sólo. Y supo con total certeza que nada de lo que en ese día había aprendido, ninguno de los dígitos que ahora atesoraba en su cabeza, le confortarían en ese momento, le arroparían, le harían sentir mejor y le darían, calidos y amables, las buenas noches.

Para Elen y sobre todo para Chiqui que me lo pidió. A las dos os lo debía hace tiempo. Besos.
 

Lo escribió Gabi y lo guardó en La Increíble Historia de Monigote
[21] Hablaron 


Los tres hombres forman un triángulo equilátero perfecto, sentados en las austeras sillas de madera, el tronco perfectamente pegado al respaldo, la cabeza erguida y la vista perdida en el infinito. En el punto central de esa irreprochable figura geométrica de vértices humanos me encuentro yo, vestido de blanco, hecho un ovillo espectral sobre mi mismo, maquilladas también manos y cara con un color pálido inmaculado, contrapunto perfecto del negro absoluto que visten mis tres compañeros. De pronto, uno de los vértices se incorpora e impostando la voz, habla:-         Soy el miedo a cambiar. – Me señala acusador– tu miedo absoluto, tu inmovilismo.Lo ha hecho perfecto. Los ensayos sirvieron para acentuar el dramatismo de la frase, de manera que al señalarme todo el público se sienta señalado. Yo, fiel al guión permanezco impasible. Desde el patio de butacas se oyen carraspeos incómodos, no es la primera vez desde que comenzó el segundo acto. He aprendido el lenguaje de los carraspeos, se diferenciar a la perfección los inevitables de los que trasmiten información. Este, sin duda, dice: “¿dónde me has metido? vamos a casa”. No estamos consiguiendo conectar, se palpa perfectamente en el denso ambiente del teatro. Las toses, el ruido de la gente removiéndose inquieta en sus asientos, al fondo incluso me parece escuchar risas mal disimuladas.

Otro de los vértices se levanta y señala al anterior.

-         Por tu culpa estamos como estamos –le reprocha inquisidor- Estancados.

El nerviosismo del público va en aumento. Cuando yo me levanto y con los brazos extendidos profiero un alarido espeluznante, prácticamente todo el aforo del teatro en vez de interpelarse por los motivos de mi grito (como pretendía y argumentaba el director de la obra), estalla en una sonora carcajada y empiezan a oírse los primeros silbidos. Por fortuna, el guión me obliga a recluirme nuevamente en mi postura de ovillo espectral (no olvidemos que según el director de la obra soy un feto, el embrión de un hombre nuevo) en la que no me resulta difícil disimular mi vergüenza. Enroscado sobre mi mismo, intento entrar de nuevo en situación –eres un feto, eres un feto- me repito incansable –eres un gilipollas- acabo concluyendo.

Mientras tanto, el tercer vértice del triángulo se sube encima de la silla y en cuclillas comienza a cacarear. Empiezan los insultos desde las filas traseras (siempre son las más valientes), entonces el vértice interrumpe su cacareo, se lleva una mano al pecho y con la otra se agarra al respaldo de la silla, de la que consigue bajarse a duras penas. Las otras dos intersecciones de las tres líneas imaginarias se miran interrogantes, aguantando el tipo. El tercer vértice se está saliendo absolutamente del guión, ahora de hecho, ha roto el triángulo y se dirige trastabillando al proscenio, desde mi posición fetal (en la que aún me mantengo) puedo ver que su rostro va adquiriendo una tonalidad cada vez más albina, abre y cierra la boca sin emitir sonidos y adelanta la mano derecha crispada, casi formando una garra (no sabría decir si en actitud de súplica o amenaza) hacia el público. Este ha enmudecido. La fuerza de la interpretación de mi compañero ha conseguido frenar las burlas y los insultos, todos los espectadores están ahora pendientes de sus movimientos casi agónicos por el escenario. Su recorrido ha durado apenas treinta segundos y, sin embargo, ha parecido prolongarse mucho más allá en el tiempo. Casi se diría que el propio tiempo se hubiese quedado a la expectativa, como todos nosotros, de lo que fuese a suceder.

Por fin, detiene su avance y en un susurro que solo el sepulcral silencio que se ha adueñado del teatro nos permite entender articula una palabra. ¡Ayuda!.

Luego se desploma, su cuerpo choca con las tablas del escenario percutiendo contra ellas, como el martillo de un juez imaginario que acabase de dictar sentencia. Sentencia de muerte. Atraviesa ese pensamiento mi mente mientras percibo que alguien, entre bambalinas, ha dado orden de bajar el telón y este está descendiendo ya, (acostumbrada barrera infranqueable entre lo real y lo ficticio, hoy sin embargo la realidad la ha atravesado). Nadie encima del escenario ha sido capaz de reaccionar aún. Tanto yo, embrión de la nueva humanidad, como mis compañeros, el progreso y el inmovilismo, miramos alucinados el cuerpo sin vida de quien hasta hace un minuto representaba el papel de la imaginación. Desde detrás del telón comienzan a hacerse oír los primeros aplausos. Tímidos y aislados al principio, pujantes y entusiastas luego, absolutamente enloquecidos después, atronadores y desbocados por último. Noto, casi como en un sueño, que alguien nos está empujando, forzándonos a atravesar el telón. Al otro lado nos espera todo el público puesto en pie. Como autómatas, saludamos y agradecemos los aplausos. Al inclinarme puedo ver el rictus que adorna el rostro inmóvil del cadáver de mi compañero (¿una sonrisa?), Eduardo Campano, cincuenta años, actor de quinta fila que odiaba el teatro moderno gracias al cual subsistía malamente y que jamás en sus treinta años de carrera escuchó una ovación como la que el público le está dedicando justo cuando él ya no puede escucharla; y pienso que ningún espectáculo nos fascina tanto como la propia muerte y no puedo dejar de preguntarme si el público ignora que la última escena no estaba en el guión o si, por el contrario, aplauden a rabiar precisamente porque lo saben y asimismo, no me abandona la metafórica idea de que a nadie entre el público parece importarle realmente la muerte de la imaginación.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos
[20] Hablaron 


La aparición del cadáver produjo un gran revuelo en la pequeña ciudad. Es extraño, los seres humanos tan aficionados a medirlo todo y a calibrar absolutamente todas las cosas, no hemos desarrollado  aún una escala que nos permita medir revuelos. Este, sin duda, hubiera alcanzado el valor más alto en esa supuesta escala. Sin embargo ante la falta de un buen sistema de medida de revuelos o revuelímetro, bastará con decir entonces que el revuelo que se montó en torno a la aparición del cadáver fue incalculable.

Esto es normal. Tengan en cuenta los lectores que la ciudad de la que hablamos es una ciudad provinciana en la que nunca ocurre nada fuera de lo normal. Ni siquiera el acontecer irrenunciable de las estaciones origina grandes cambios en la rutinaria vida de nuestra villa, debido sin duda a que gracias a su envidiable situación geográfica goza de un clima benigno tanto en los rigores del invierno, que no ha de soportar, como en las arideces del verano, que no ha de sufrir.

El cuerpo sin vida de la joven fue descubierto por Lázaro Vázquez y su perro Vito durante su ronda nocturna por el céntrico parque de la villa. Como Lázaro relató posteriormente a la policía, Vito, que ya no es un cachorrillo precisamente, adolece de la próstata y debe salir numerosas veces a realizar rondas por el parque durante la noche si Lázaro no quiere provocar goteras en el piso de Doña Encarna, propietaria del piso inferior de el que Lázaro ocupa y dueña asimismo de un endiablado carácter. Como los señores agentes podrán suponer, continuó Lázaro, a las tres de la mañana en el parque no había ni Dios, siempre y cuando se le permita a Lázaro la expresión, y por eso Vito corretea libre por el parque sin correa ni bozal desobedeciendo las ordenanzas municipales porque, al fin y al cabo, a quién puede molestar el pobre animal a esas horas de la mañana. Dando por sentado Lázaro que su pequeña desobediencia es pasada por alto por los agentes al urgirle estos a continuar su relato, prosigue con este, más tranquilo ya, liberada su conciencia de ejemplar ciudadano.

“Vito se dirigió como siempre a la zona de columpios infantiles, a la que es francamente aficionado, pero mi fiel Fox Terrier se detuvo en seco frente al viejo tobogán de hierro, echó las orejas para atrás, frunció el hocico en una mueca de ferocidad que le desconocía y comenzó a ladrar como un poseso, que parecía el mismísimo perro del diablo de cómo ladraba y de los aullidos que profería, Señor agente, que hasta yo mismo que soy su dueño hace más de trece años me asusté y razones tenía, que cuando llegué a su altura para hacerle callar antes de que despertase a los vecinos y en particular a Doña Encarna, ví tumbado  en el tobogán el cuerpo desnudo de la pobre chica, y fue entonces cuando yo mismo grité y bien alto que debí gritar que se empezaron a encender una a una todas las luces del vecindario, y aún con todo lo alto que chillé no he conseguido sacarme todo el terror del cuerpo, que no he visto, Señor agente, nada más monstruoso en mi vida.”

El señor agente en cuestión, Adolfo Llanero, se alejó del incansable parloteo de Lázaro en dirección al tobogán metálico que el histérico vecino no dejaba de señalar. Allí aún seguía ella, desnuda; las muñecas atadas a las oxidadas barras de hierro que coronaban el columpio y a las que tantos niños (él mismo incluido)  se habían agarrado tantas veces antes de soltarse y dejarse deslizar por la rampa de aluminio;  el pelo, moreno sin duda, era sólo un estropajo sanguinolento coronando el rostro desfigurado por el horror. Debía ser bonita, pensó Llanero, antes de que la hicieran eso. Los ojos de la joven habían sido sustituidos por pequeñas bolas de navidad; alrededor de su cuello se distinguía un juego de luces de los que se utilizan para adornar los balcones y terrazas, con esto sin duda la habían estrangulado; para atar sus manos habían utilizado unos trapos de fieltro rojo, Llanero los identificó como gorros de Papa Noel; la habían rajado el vientre y se lo habían rellenado con comida hasta rebosar; de su boca, abierta hasta la nausea, asomaba el culo de una botella de champán; su cuerpo estaba escrito  por todas partes con todo tipo de absurdos mensajes publicitarios.

 

El agente Bustillo se acercó por detrás, distrayéndole de su exploración del cadáver.

-         La hemos identificado, Llanero. Se llamaba Natividad. Natividad García.

Llanero se quedo mirando fijamente el cadaver, llenándose los ojos de ayer, intentando imaginar a la muchacha tal y como debía haber sido.

Debía ser bonita –se repitió a si mismo el agente- antes de que la hicieran eso.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos
[25] Hablaron 


…………..

Es absurdo querer alterar el devenir de las estaciones, el viaje impasible de la tierra por el cosmos o esa tonta y presumida rotación sobre si misma de torpe planeta adolescente.

Es absurdo, por demás, rebelarse contra las mareas, como absurdo resulta intentar frenar el viento. Es inútil que mi voz quiera allanar montañas, como inútil es también  pretender secar los mares, con el único calor de mi magra esperanza.

Lo sé bien, lo he intentado y no, no puedo obrar milagros. Y sin embargo, las lágrimas que hoy por ti derramo bastarían, créeme, para conseguir hacer reverdecer desiertos; y por eso esta marisma de recuerdos que permanentemente anega mi memoria no decae en su nivel sino que ensancha insistente hasta desbordar los límites del olvido, y así hoy, me inunda un torrente de nostalgia.

Ernesto Jaire

(Fecha desconocida)

Este texto forma parte de una de las cartas que escribió Ernesto en sus último días. El papel apereció partido por la mitad y solo pude rescatar del olvido este último fragmento del escrito.

(Sé que debo mil visitas, trescientos saludos, doscientas felicitaciones… para que seguir. Se que dije que volvía y no volví. Ruego sepáis disculpar mis ausencias, pero me temo que atravieso una de esas temporadas en que detesto leerme a mi mismo hasta en los comentarios de otros blogs, tal vez por eso he recurrido a Ernesto. He estado leyendo en silencio). Besos y Abrazos y gracias, muchísimas gracias por seguir aquí.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Cartas de Ernesto Jaire
[17] Hablaron 


Es hermosa aún, después de tantos años. Cuando la abren ofrece al mundo su interior forrado de terciopelo rojo. El pequeño espejo adherido a la pared interior de la tapa conserva aún el brillo de sus primeros días y es capaz todavía de reflejar la belleza de la pequeña bailarina que, como siempre, en cuanto deja de sentir la opresión de la pesada tapa de madera labrada, se pone en pie de un salto, ágil y despierta, erguida y orgullosa, como cuando era nueva; las manos unidas por encima de su diminuta cabeza, la pierna derecha estirada, sosteniendo su inexistente peso sobre la puntera, la otra pierna graciosamente flexionada, esperando el momento de empezar a girar, esperando un primer compás que funde a todos los demás, una primera nota que invite a comenzar su monótono y amado baile. Pero no llega, ya no llega nunca. No hay polvo en la caja, el exterior es una verdadera obra de arte, llena de encanto y poesía, cuidada con mimo de coleccionista viejo, pero la maquinaria que lanzaba al aire la melancólica melodía que tantas veces bailó la pequeña bailarina permanece muda, oxidándose a si misma en el espeso silencio que provoca. El silencio en si mismo no es nada, sólo silencio, únicamente duele cuando es ausencia del sonido que amamos. Y la bailarina se queda quieta, quieta e inútil, falsa e inservible, liberada para nada, liberada para no poder hacer lo único que sabe hacer, y se mira al espejo y se ve bella e inservible, y, aunque el viejo coleccionista no lo advirtió nunca, cuando con su arrugada mano oprime la noble tapa y devuelve a la bailarina al oscuro mundo de olvido donde dormita, diminutas lágrimas resbalan por sus inexpresivas mejillas y en su pequeña cabeza vuelve a sonar interminable la melodía que tantas veces bailó. Una caja de música estropeada no es una caja de música, se dice el viejo cuando se aleja; una caja de música estropeada es un ataúd.

Mis disculpas por haberos tenido abandonados y gracias a todos por los comentarios interesándoos. Solamente estuve con el tiempo muy justo, el cerebro en obras y tremendamente vago.

Besos y abrazos.

Estoy de vuelta.

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos
[55] Hablaron 


La mujer, asomada al balcón, mira al cielo y descubre una bandada de aves migratorias volando en formación, una flecha entre las nubes apuntando a climas más llevaderos. La mujer quisiera ser la punta de la flecha. Luego, se estremece por el frío, se abraza a si misma a falta de otros brazos y entra en casa. Los otros brazos que ahora no la abrazan llegarán luego, demasiado cansados, tal vez, para abrazarla. Mejor mal acompañada que sola -piensa resignada- y mientras se lo dice sabe que no es cierto, que hay días en los que cambiaría toda su seguridad por algo de libertad, y sin embargo se miente de nuevo y se dice otra vez que mejor mal acompañada que sola. Se miente, sí, pero cada vez que se miente se cree menos.

 

El ave que culmina la punta de la flecha no mira al suelo. No quiso ocupar esa posición, ni guiar la bandada, solo supo que debían emprender vuelo, que ya se habían demorado demasiado y que el invierno, cruel y mortal, comenzaba a acariciar y a aterir sus plumas. Supo que era tiempo de cambio y así lo hizo, emprendió vuelo. Las demás solo la siguieron.

 

La mujer hacía años que vivía en el invierno y, sin embargo, hasta esa mañana nunca pensó de verdad que pudiese haber para ella climas más templados. Esa mañana, al descubrir recortada contra el cielo la silueta migratoria, hizo las maletas, salió a la calle y, como una más de la bandada, emprendió viaje, rogando únicamente para que no fuera demasiado tarde.

 

Cuando el invierno llegó a casa esa noche, esperando tener la cena preparada y poca conversación, encontró la puerta abierta, los armarios de su mujer vacíos, y una nota que lo explicaba todo, aunque él fuese incapaz de entender nada.

 

Lo escribió Gabi y lo guardó en Parábolas y Cuentos
[40] Hablaron 

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